6 de diciembre de 2012

En las malas mucho más

A mi padre,
11 años después de aquella
insoportable goleada en contra.

Ese día nos hicimos más grandes. La adultez es algo serio, hay cosas que tenemos que vivir para poder alcanzarla. Bueno, ese día nos hicimos adultos. Ese día empezamos a ver las cosas de una manera un poco diferente.
Crecer no es cosa sencilla, y ese día fue difícil. Sin embargo, creo que el peor momento lo viví al principio, cuando los hechos aún no se habían consumado. Imagino que fue la tristeza, luego, la que me mantuvo anestesiado.
El peor momento fue en el bondi. El 118 llegó con el suficiente espacio como para encontrar un asiento, me senté y fui todo el viaje en silencio, escuchando la radio. No sé por qué, pero los dispositivos de audio transportables modernos discriminan a las señales de amplitud modulada. Así que viajaba yo con mi radio de mano fabricada en los 80's, con auriculares puestos y moviendo constantemente el aparato para no perder la señal de radio.
Los 45 minutos que duró el viaje los transcurrí en silencio, con los ojos húmedos y un nudo en la garganta como dique de contención. Todo indicaba lo peor, las señales premonitorias se habían instalado en mi mente como un recuerdo recurrente.
La primera vez que fui era viernes, y al llegar de la escuela mi viejo me dijo:
-Agarrá tu campera que nos vamos de viaje.
-¿A dónde? -Pregunté dejándome llevar por la impaciencia, aunque sabía que él quería mantener el misterio, alimentar la sorpresa.
-¿Vamos solos? -Insistí antes que atinara a responder algo que, sabía, no satisfaría mi impaciencia.
-No, vamos con el Negro Márquez y Matías -Dijo, cediendo una porción de información.
Cuando nos pasaron a buscar pude ver la cara de felicidad de Mati y entendí que él sabía de qué venía la cosa. Mi viejo también entendió la escena, por lo que dio finalizado el misterio.
-Vamos al Monumental -dijo-, jugamos con Lanús, vas a poder ver al Mencho.
 La emoción había ganado el interior de la camioneta en la que viajamos esos casi 300 kilómetros. No recuerdo de qué hablábamos, pero sí del clima de risas.
Algo que nunca me voy a olvidar es el olor a mierda de esas escalinatas. Pero un olor a mierda rica. Subíamos las escalinatas y empezamos a ver las luces que están arriba de la platea San Martín, escuchábamos cantar, en coro, a la gente, y el olor inmundo se volvía delicioso. No importaba ese líquido asqueroso que bajaba a un costado de las escaleras, como huyendo de un baño descompuesto. No importaba, la emoción era más.
Mientras subía uno a uno esos peldaños, mis ojos estaban húmedos y la garganta tenía un nudo como dique de contención. Igual que en el 118, casi 18 años después, cuando intuía que el círculo se cerraba, que tal vez yo no debería estar en ese bondi yendo, una vez más, al Monumental.
Es que veía esas señales que lo avisaban. Lanús nos había ganado unos días antes, en el Monumental, sentenciándonos a jugar un repechaje para no perder la categoría. Lanús, el mismo equipo que habíamos enfrentado 18 años atrás, cuando fui por primera vez a ver a River. Aquella noche magnífica, ganamos el partido 2 a 0 con dos goles del "Mencho" Ramón Ismael Medina Bello. Ismael, así se llamaba mi padre, que estuvo sentado al lado mío, cuando presencié por vez primera un partido de River. El círculo se dibujaba a velocidad temeraria.
Lanús nos había ganado obligándonos a jugar un repechaje con un equipo que quería ascender: Belgrano de Córdoba. Un equipo que nos quería hacer bajar de categoría y ya nos había ganado el primer partido. La llave estaba 0 a 2 y definíamos en casa. Belgrano es la tribuna donde se ubicaban las plateas que compró mi padre aquella noche que conocí el Monumental. Más específicamente, el sector de la platea se llamaba Belgrano Baja, en la tercer fila. En aquella ocasión las lágrimas brotaban por tener la sensación de casi poder tocar al Mencho cuando pasara corriendo rumbo al arco contrario. 18 años después, las lágrimas asomaban porque el círculo premonitorio se estaba completando. "Belgrano nos baja", pensaba y quería creer en la inexistencia de las brujas.
Para cuando me bajé del bondi, en las inmediaciones del estadio, se sentía el clima de fiesta. Si, de fiesta. Ya a varias cuadras se escuchaba el canturrerar de multitudes. Apagué la radio y el nudo en la garganta cambió, repentinamente, su causa. Ahora la emoción que la generaba se acercaba a aquella de la primera vez.
La cancha estaba repleta, parecía que todos veníamos a festejar un campeonato en vez de presenciar el descenso inminente. Para cuando el equipo salió al campo de juego, yo ya estaba afónico.
Sólo una vez había cantado tanto y tan fuerte en una cancha. Si, aquella vez, 18 años atrás. Nunca creí tener tanta capacidad para afectar el desarrollo de un partido de River como en esas ocasiones.
Con Matías no parábamos de saltar en las butacas de madera de la platea baja, de la paqueta platea baja.
-Ustedes no tienen que estar acá -sentenciaron nuestros padres en el entretiempo de esa noche- Ustedes  tienen que estar allá -dijeron, señalando la popular local-, ahí se canta como ustedes lo hacen. A Matías y a mi nos brillaron los ojos, era el mejor halago que podíamos recibir en ese momento.
18 años después la fiesta había arrancado con todo. De movida Pavone puso el 1 a 0 y los acorralábamos. Los teníamos para el cachetazo cuando el árbitro no cobra un penal que vio tanto él como todo el estadio. Patada asesina a Caruso, nuestro delantero, y el árbitro dictamina el clásico "¡Siga, siga!". Volvieron las brujas cerrando el círculo y matándome de golpe: Caruso es mi apellido y, por supuesto, era el de mi padre.
Yo era el centro de ese círculo de la desgracia, ya no había duda. Lo que siguió de partido ya era cosa juzgada. Nosotros atacando y en un descuido horroroso, Farré nos clava el empate y a las duchas.
Ese día, el del descenso, quise volver a mi infancia, pero ya no se podía. Ese día el club conoció el dolor que el fútbol puede dar, el de la peor derrota. Ese día aprecié los campeonatos ganados, los que ya no festejaba porque era costumbre ganarlos. Ese día, desde la derrota, entendí las victorias del pasado. Cada gol después de ese día iba a valer el doble. Nunca más veríamos al mundo del fútbol con el mismo color.
El partido se terminó unos minutos antes por el desmadre de la parcialidad local. Nadie se iba, había bronca hecha sillas volando. Yo estaba como desinflado. Vi una salida que nadie creía abierta y me fui. Caminaba sólo por Figueroa Alcorta pensando en nada, solo caminaba, hasta que la rabia llegó de golpe en forma de reproche bestial.
Le recriminé no haber estado cuando me gradué en la Universidad, ni cuando tomé por esposa a la mujer que amo. Le recriminé no haber visto nunca las manos de mi hija agarrándome la barba, ni sus besos antes de ir a la cama. Le recriminé a mi padre haberse convertido en un puñal de ausencia que rasga mi carne cada vez que tengo motivos para la risa.
-Pero de ésta... justo de ésta... no zafás -grité, de pronto, mirando al cielo- Así que te traigo en recuerdo para que suframos juntos ese gol de mierda que nos mandó al descenso.

1 de diciembre de 2012

El patio de la abuela

Tener que definir una serie por penales es una reverenda cagada, pero peor es perderla. La cancha estaba repleta y él ahí, parado, decidido a terminar el pleito para ir a abrazarse con el resto.
Del otro lado del alambre había un pueblo, y no exagero. Es que a las finales del ascenso no se llega todos los días, es más, no se había llegado nunca antes.
Hacía meses que la ansiedad venía ganando los almuerzos de los habitantes del lugar, que en el trabajo no se hablaba de otra cosa, que se viajaba a la ciudad con el pecho inflado y la sonrisa estampada en la cara.
French es un pueblo de algo más de 800 habitantes ubicado a 15 kilómetros de Nueve de Julio, la ciudad cabecera del partido. Es un pueblo tan chico como orgulloso. Los frencheros son frencheros antes que nuevejulienses, Bonaerenses o, incluso, Argentinos. Siempre hicieron sentir ese patriotismo concentrado, ese fervor pueblerino.
Recuerdo que cuando íbamos a los bailes a su pueblo, los pibes nos recibían con miradas desconfiadas, nos trataban con hostilidad creciente y despedían con violencia manifiesta. Las piñas era la moneda corriente para aquel irreverente que se atreviera a disputarles el amor de alguna de sus mujeres. En French no se admitía competencia, por eso había que llegar, actuar y rajar rápido.
La cosa es que tanto fanatismo se ve reflejado, como todo, en el fútbol. Así es que en el pueblo se vuelve difícil encontrar hinchas de algún club de Buenos Aires, de los grandes, de esos que salen en la tele y ganan campeonatos Nacionales. No, por esos clubes en French se simpatiza, se alienta a alguno para participar del show. Pero lo que se dice hinchas, ahí todos son hinchas de un solo club, todos aman la misma camiseta albinegra. Esa camiseta que salió triunfadora del torneo local en tantas oportunidades y que nunca la dejan sola cuando tiene que disputar algún encuentro en campos ajenos.
Aquel fin de semana había viajado a la ciudad de mi infancia a visitar a la vieja y a descansar un poco del trajín porteño. Allá se duerme la siesta y se matea en las veredas. Todos los vecinos nos conocemos, aún los que ya no lo somos, pero que todavía nos recordamos jugando en el baldío de al lado. Allá es difícil ir al supermercado, eso si. Si bien no hay colas interminables de carritos repletos, hay amigos de tiempo sin verse. Allá se conversa con la mayoría de las personas con las que uno se cruza, y el supermercado se vuelve una romería.
El mismo día del partido me enteré de la contienda, que jugaba mi primo y que si ganaban quedaban a un paso de ascender. Y no pude evitar hacer lo que todo French venía haciendo desde hacía meses: soñé con la visita de uno de esos clubes grandes de Buenos Aires a mi ciudad natal. Bueno, a 15 kilómetros, es cierto, pero para los que vivimos en la ciudad cabecera, French y todos los demás pueblitos del partido son parte de Nueve de Julio. Como toda metrópolis, nosotros no somos secesionistas, no queremos su independencia. Después de todo en nuestro lugar ellos harían lo mismo.
No me atreví a soñar muy alto, por cábala, como todos los frencheros. No quise pensar siquiera en un Vélez Sarsfield visitando estas tierras sojeras, ni hablar un River. No, el sueño fue más modesto, pensé en Olimpo o Instituto entrando por el acceso principal y copando fácilmente nuestras canchas sin gradas, donde los automóviles hacen de palcos cuando el clima arrecia. El sueño fue tan real, tan vívido que se me puso la piel de gallina. No sé cuanto habré estado así, en neutro, con un ojo más cerrado que el otro, parado al lado de la góndola de las galletitas. Pero sí sé cuando y cómo me desperté. El Tati me había visto desde la carnicería y se había acercado en silencio para despabilarme de un cachetazo en la nuca que me hizo toser del cagazo. No había cambiado nada. A la puteada inicial le siguió un abrazo de amigo de la infancia, del barrio. Hablamos de nosotros, un resumen cada uno, como punteando para un currículum que nadie evalúa. Me contó de su madre y trajimos el recuerdo de mi viejo, compañeros de laburo ellos ¡Cuánto quería a este pibe mi viejo! Y no creo que él lo sepa. Me recordó un par de anécdotas graciosas que yo tenía en el olvido. Estaba igual, los mismos gestos, el mismo atropello al hablar. Era el mismo pibe de siempre.
El supermercado es un lugar difícil. Cuando me di cuenta de la hora nos despedimos rápido, le conté a las chapas que me iba a la cancha y me fui rajando. Tenía ganas de seguir hablando, de seguir trayendo recuerdos, de volver a la infancia por un rato.
Faltaba poco para empezar cuando llegue a la cancha. Ese día no permitieron el ingreso de vehículos porque no entraba un alma más. Todo el pueblo estaba contra el alambrado, eufóricos y preocupados. En la ida habían perdido 2 a 1 y había que remontarlo. Tuve que estacionar a unas 5 cuadras, que es como decir en las afueras.
Estaban todos los negocios cerrados, ni el kiosquero quiso perderse el encuentro. Más de 2000 personas viendo el partido, habían llegado de otros pueblos con la misma ilusión que los frencheros.
En las cabinas de transmisión estaban los de la radio y el canal local había instalado una cámara en el campo de juego, a la altura del mediocampo, para grabar el partido y repetirlo a la noche, si el resultado era favorable.
Me ubiqué donde pude, cerca de un corner. Y esperé el comienzo con un hombro contra el alambrado, comiendo semillas de girasol. Al lado mío estaba el viejo Asenjo, el carpintero. Allá los distinguimos por sus oficios, porque un cuarto del pueblo es Asenjo. De las otras tres partes, dos son Agrati y Bonello. Dejándole un 25 por ciento para el resto de los apellidos, sin riesgo de cometer exageración alguna.
El viejo Asenjo, el carpintero, estaba en shock. Casi que ni pestañeaba  Miraba un punto fijo, allá por el arco más lejano, y sólo se movía para pasarse el pañuelo de tela por la frente y los ojos. Sudor y lágrimas le brotaban todo el tiempo. Yo lo miraba de reojo, por si se percataba de mi existencia. El carpintero había fijado la vista en aquél arco, donde años atrás el Colorado Zunino se había cansado de hacer goles y ganar campeonatos en la liga local. En la liga local, pero nunca un ascenso.
Si bien es cierto que la escalera a la Primera A es larga, ganar el Torneo del Interior era subir un peldaño. Después de eso sólo restarían el Argentino B, el Argentino A y el Nacional B. Si, la escalera era larga, pero no importaba. Era un ascenso.
Enfrente había un equipo nuevo, hijo de las ganancias sojeras de la zona. Seis meses atrás había nacido en Carlos Casares el Agropecuario Argentino, fundado por uno de los mayores acopiadores cerealeros del país. De este lado, en este rincón, el Club Atlético French que arrancaba 2 a 1 abajo.
El partido fue vibrante. Arrancamos mejor, mucho mejor. Al entretiempo nos fuimos arriba 2 a 0, a pesar de haber errado dos penales. Ambos goles los hizo el Hijo del Viento. Así habían apodado al atorrante de mi primo. Era rapidito, gambeteador y, como dije, atorrante; todo lo que debe tener un buen wing.
La cancha explotaba, con ese resultado el equipo del pueblo estaba pasando de ronda, quedando a tiro de subir ese primer gran peldaño.
Pero en el segundo tiempo volvieron los nervios, el equipo se tiró atrás y los cerealeros atacaban y atacaban hasta que, finalmente, llegó el descuento. La cancha se enmudeció por un instante y Asenjo empezó a transpirar más todavía. Podíamos escuchar los pedidos de los técnicos hacia los jugadores, como si estuvieran sentados al lado nuestro, tomando un café. El silencio fue conmovedor. La serie se encaminaba hacia los penales, lo que era una reverenda cagada.
Toda la presión estaba sobre los hombros de él, el de camiseta a bastones blancos y negros con el 7 en la espalda, el Hijo del Viento. La serie de penales estaba 3 a 3. Agropecuario había errado 2 penales y si French convertía, pasaba.
Y ahí estaba él, parado en el semicírculo del área con las manos en la cintura y la vista en el arquero. Había tomado carrera con una leve inclinación a la izquierda, listo para correr cinco pasos y meterle un derechazo que los lleve a la gloria. Así estaba él cuando lo vi hacerlo, vi ese movimiento que tantas veces le había visto. Dio dos pasos cortitos a su izquierda y rebotó un par de veces en el lugar, agachó un poco la cabeza y puso los brazos como para atajar un penal.
- ¡Lo va a hacer!¡El hijo de remil... lo va a hacer! - grité sin pensar.
De repente llegaron como una tromba todas esas tardes en el patio de la abuela, el galpón oscuro repleto de cosas viejas, las cañas del fondo enraizadas en esa eterna pila de escombros, las cacerías en el gallinero del vecino y la pelota. Esa pelota de goma marrón con líneas blancas, tan pesada que picaba las manos al atajarla. Vi ese árbol de granada con su tronco irregular que usábamos de palo; del otro lado,  a siete pasos, dejábamos lo que teníamos a mano para completar el arco.
Arrancó la carrera a toda velocidad y, como en aquellas tardes de infancia, al llegar a la pelota su pie se metió bien abajo, como buscando la raíz del pasto, frenando bruscamente el envión.
La cancha contuvo el aliento, los rostros se entumecieron. Los que gritaban, callaron; y Asenjo el carpintero, que había estado callado durante toda la contienda, gritó: - ¡La picó! ¡Este pendejo caradura la picó!
La pelota viajó mil años dibujando una parábola panzona en el aire, y la pelota de goma se durmió en la red, rozando el tronco irregular del árbol de granada.

24 de noviembre de 2012

La transferencia del año

Si, soy culpable. Pero que conste que todo lo que hice lo hice por un fin noble, que nunca busqué otra cosa que no sea el bien del club.
Con los muchachos de la subcomisión de fóbal veníamos hablando hacía tiempo del déficit que teníamos bajo los tres palos, de los terremotos que azotaban el área cada vez que nos llovía un centro o cada vez que el Tano Malfato, nuestro lateral derecho, veía que la salida por derecha no era posible y decidía recostarse en los pies de nuestro arquero, el Pulpo Seisdedos... ¡Pobre tipo! Había recalado en el arco, creo yo, por descarte, porque, lisa y llanamente, no sabía jugar al fóbal.
La cosa era que no bajaba un centro, le costaba volar a los palos y por más esfuerzo que hiciera no lograba llegar a tocar el travesaño. Eso sí, era un enamorado del club. Había vivido desde la cuna, a pocas cuadras del "Fóbal Clu Libertá". Así llamamos a nuestro club, porque a los gringos se les ocurrió ponerle al fóbal un montón de nombres rebuscados, que nos complican el laburo tribunero. Foot-ball es uno de ellos y, dejándonos llevar por la comodidad del argentinismo, mejoramos también la dicción de las restantes palabras: Football Club Libertad, el Lagunero.
Y así fue que pusimos la vista en un arquerito que prometía, un arquerito que todos los clubes mirábamos con buenos ojos. Gonzalo "Chalo" Cabrera.
Este pibe atajaba con todo su ser, no digo con el alma porque no es corpórea, pero ¡mamma mía! Era bicho como para achicar en el momento justo y a la velocidad adecuada. No tenía una estatura considerable, no, pero lo suplantaba con una fuerza de gambas que ni les cuento. Encima, el Chalo parecía de goma; se estiraba, contorsionaba y saltaba al mismo tiempo. Una pesadilla para los 9 rivales.
Tenía un vicio, eso sí. No podía agarrar la pelota así nomás y listo. Si la balón le llegaba al cuerpo, el tipo tenía que saltar de todas formas y caer desplomado a la tierra. Si el centro llegaba a la altura de su cabeza, de todas maneras volaba, atrapaba la pelota y caía dando giros en la tierra seca. Si un compañero se la pasaba, en lugar de agarrarla con la mano (porque por aquellos años todavía estaba permitido hacerlo), el tipo tenía que salir jugando y, de ser posible, intentaba gambetear algún que otro rival.
Me acuerdo que una tarde ellos jugaban contra San Agustín, una de las primeras fechas del campeonato, aunque la pica que había entre algunos de los jugadores hacía del encuentro un partido especial. Todos querían ganarlo. Tanto querían, que no se animaban a atacar para no perderlo. Una cosa de locos. El único que se salió del molde esa tarde fue el Chalo. Recibió un pase de Alfredito Hayes y él, en lugar de tomarla entre sus guantes, salió gambeteando al grito de "¡Esto es fóbal, carajo!¡Fóbal!". Le tiró un caño a Pardavilla y cuando se le venía encima el mendocino Tempestti, levantó la cabeza y mandó un pase de cuarenta metros hasta el pecho del "Indio" Vera, que estrelló el disparo contra el travesaño. El partido terminó 0 a 0, pero Cabrera se ganó nuestro deseo de contarlo en las filas del Football Club Libertad.
Cuando nos pusimos en campaña para vestirlo con nuestros colores, los del Lagunero, sabíamos del primer gran inconveniente que íbamos a tener que sortear: jugaba para la contra, el Club Atlético 9 de Julio. Año y medio llevaron las negociaciones en las que no faltaron las piñas. Año y medio en el que sentimos en carne propia porqué les dicen los "Tercos".
Cabrera, que era un purrete galán y mujeriego, quería ganarse una minita de familia Lagunera, por lo que había insistido vehemente para que lo dejaran jugar en Libertad. Tanto insistió que finalmente accedieron a ceder a su arquero, pero, para para cuando lo hicieron, nosotros ya nos habíamos gastado la guita que teníamos reservada para la transferencia.
Quiero pedirles disculpas, por este medio, a los muchachos de la subcomisión de bochas. Me dejé llevar por un impulso o, mejor dicho, por la necesidad imperiosa de un arquero, y agarré la guita que habían recaudado con un baile. Agarré la guita y no pudieron cambiar esas bochas a las que ya no les entraban una cachadura más.
No soportaba la idea de volver a pelear los puestos de abajo, ni que hablar de no vernos en la disputa del campeonato... una vez más.
Con los tipos de Atlético nos encontramos en Juventud Unida. Ellos traían el contrato. Yo unos Fulvence talle 40, negros con tres tiras blancas en ángulo. Negro y blanco, los colores que deben tener los botines.
Nos sentamos en la mesa del fondo, cerca del baño, con poca luz. Ellos firmaron la transferencia y yo les entregué a cambio los botines Fulvence talle 40, color negro y blanco que compré en lo del viejo Murillo con la guita que les saqué a los pibes de bochas.
Como tituló el diario al otro día, fue la transferencia del año. Ganamos el campeonato siguiente e hicimos una cena a todo trapo para festejarlo. Invitamos a toda la subcomisión de bochas, sin dejarles pagar un solo peso.

16 de noviembre de 2012

¡Tomá, hacelo!

El partido venía chivo. La cosa estaba 0 a 0, faltaban 5 minutos y, de no lograr el triunfo, nos quedábamos con un sub campeonato de sabor a poco.
Como nunca, esa noche había seguido en silencio los 85 minutos anteriores. Dicen que el frío helaba los huesos, pero para mí hacía un calor insoportable.
Las figuras de nuestro equipo eran dos: Carlos "El Negro" Benítez y Alberto Palombo, el Beto. Dos socios en el campo de juego, que se complementaban a la perfección. El primero era un 9 de área, un animal del gol que pivoteaba como ninguno. Creo que nunca en su vida había tirado una rabona, pero entendía eso de tocar de primera al lugar exacto, para después ir a buscar una devolución al espacio vacío. Era un 9 que conocía su pie. Sabía de sus curvaturas, músculos, huesos y hasta las imperfecciones que pudieran lograr distintos bailes en la pelota. Y un 9 que entiende a su pie, es un definidor. El Negro lo era.
El otro, El Beto, era un crack. Un diseñador. El Beto no jugaba al fútbol, hacía arte. Nunca lo vi hacer un lujo, todos sus firuletes fueron pensados con un fin específico. El Beto no daba pases, alcanzaba la pelota. El tipo era un adelantado. Cuando le alcanzaba la pelota a un compañero, lo hacía pensando en la posibilidad de los tres o cuatro pases posteriores. Un ajedrecista.
Esa noche, esa final, la cosa venía torcida. Como nunca en todo el campeonato, el Negro se había comido varios goles, algunos por pericia del arquero y otros, qué quieren que les diga, por cagazo propio. De movida habíamos notado que al Negro Benítez le estaba pesando la presión de la final y que también lo había notado el Beto Palombo. No le dejaba pasar una. Todo el partido había estado hablando, como haciendo terapia, con el pibe Benítez. Porque era un pibe, 19 tenía y había que educarlo. Y en esa tarea había estado, durante todo el partido, el veterano ajedrecista que teníamos de capitán. Porque el Beto tenía 36 pirulos, 18 como futbolista, con un sub campeonato en su haber. Nunca había probado las mieles de la victoria y sabía que ésta era su oportunidad, pero necesitaba del Negro.
La cosa venía fulera porque cada vez que el pibe erraba uno imposible, el Beto se acercaba para apalabrarlo. Daba la impresión que se olvidaba del juego para dedicarse a la terapia. Esta dinámica hacía que ambos desaparecieran del partido. Yo sentía que el campeonato se escapaba, todos en la tribuna lo sentíamos.
Transitaba esa desazón cuando vi la jugada. Cuando vi al Beto recibir la bocha en posición de 5, de espaldas al arco. En ese momento me saqué las manos de la cabeza y me paré. Lo vi girar sobre su eje y moverse para un lado y para otro, sacándose de encima las marcas del Pulpito Lagomarsino y de Samuel Bergstein. Lo vi avanzar unos metros y frenarse de golpe para que la barrida de Zamora siguiera de largo.
El estadio enmudeció de repente. Las gargantas se cerraron con un llanto que empezaba a nacer. Todo el estadio había visto ese hueco, el que ya habían generado ambos: el ajedrecista y el 9, que había iniciado una diagonal interminable, filtrándose entre los dos centrales.
-¡Tomá, hacelo!
El silencio era tal, que todo el estadio pudo escuchar la demanda del Beto, mientras le alcanzaba el balón hacia el vacío. Ese vacío provocado entre los defensas.
Tras que no tenía poco, al pibe Benítez se le sumaron otros mil kilos de peso. El reto final, en forma de exigencia, que había lanzado Palombo, su socio, su maestro, su amigo, le pesaba aún más que la final misma.
De repente su corrida se asemejó más a una gambeta de Garrincha que a un pique al vacío. Sus piernas se le doblaban como si hubieran perdido solidez. La pelota, que había sido tan amiga, se le enredó entre las piernas y ya entrando al área, el Negro se encontró con que no tenía el recorrido necesario como para darle la potencia justa.
En una entrevista, después, confesó que la vista se le había nublado, sin saber si eran nervios o el sudor que de pronto le chorreaba por la frente. Cagazo de cualquier manera.
Las palpitaciones le iban a mil. Su corazón parecía querer salir corriendo. Tan fuerte latía que creí escucharlo retumbar. Tiempo después reconocí que eran mis latidos los que escuchaba, aunque podría asegurar que que eran los de todos. Toda la cancha con la misma taquicardia, al mismo tiempo, incluyendo al Negro Benítez.
Corría el minuto 85 cuando el pibe empujó el balón abriendo lo suficiente ese pie de goma como para que hiciera una leve parábola, alejándose de Rojas, ese arquero que quedó de rodilla al suelo y la pierna izquierda estirada, estiradísma, pero derrotada.
El gol ingresó por el poste izquierdo de Rojas, y por la garganta de todos los que explotamos en un grito que se hizo llanto y afonía.
Todo el equipo salió corriendo para fundirse en una pirámide humana, todo el equipo llegó a los gritos y risas hasta el pibe Benítez. El pibe que no reía, que lloraba. No estaba feliz, estaba aliviado.
Años más tarde entendí que el ajedrecista había jugado la partida de su vida. Que nunca se había olvidado del juego, ni había desaparecido del partido. Desde el primer minuto había estado tejiendo la jugada del final.
  

4 de noviembre de 2012

Flor


Había una vez un gallo que se chupaba la pata.Un día se quedó dormido y se perdió de ir a pasear con su tía. Cuando se despertó fue a la plaza con sus papás. Ahí se encontró con su tía.
- ¡Me quedé dormido! -Le dijo-. ¿Por qué te fuiste sola a la plaza?
- ¡No pasa nada! -Le respondió la tía-. ¡Sólo fue un sueño!

Tirando paredes con Male.
Por Malena, mi magia.

20 de octubre de 2012

Los Traidores

Un día unos tipos decidieron alambrar unas tierras y tomarlas como propias. Ese día otras personas tuvieron que empezar a trabajar para los ahora dueños de esas tierras. Un día esos propietarios empezaron a acumular riquezas. Ese día los trabajadores se volvieron más pobres. Un día los dueños hicieron ley esa forma de hacerse ricos. Ese día sus trabajadores perdieron hasta su tiempo. Un día el Estado se aseguró que eso no cambiase.
Un día los trabajadores se cansaron. Ese día los propietarios los castigaron. Los golpearon, les quitaron sus trabajos, el aliento. Los mataron.
Un día los trabajadores se cansaron. Ese día se organizaron, decidieron, le dieron la voz a unos de los suyos y gritaron. Ese día se hicieron fuertes.
Un día los trabajadores defendieron a otros trabajadores.
Pero otro día, otra noche, esos voceros cenaron con los propietarios y sus amigos del Estado. Ese día algunos trabajadores se volvieron empresarios.
Un día los que fueron trabajadores explotaron a los trabajadores. Ese día el Estado hizo ley la traición.
Un día los trabajadores se cansaron. Ese día, los que fueron trabajadores los castigaron, les quitaron sus trabajos, el aliento. Los mataron.

17 de octubre de 2012

1945 - 17 de Octubre - 2012


Desilusiones más, desilusiones menos. La cosa venía jodida para el hincha de la Selección Argentina de Fútbol. Es que de promesas estuvimos repletos a lo largo de la historia pero, generalmente, por H o por B, nos terminábamos pegando resbalones de caída dura.
En el último tiempo, Messi, Agüero, Higuaín, Di María y compañía habían reeditado ilusiones, habían vuelto a generar la expectativa popular cada vez que se acercaba un partido.
Pero esta vez la desilusión no llegó, esta vez intervino nuestro guardián, nuestro líder. El magnánimo Don Julio, que ya nos ha sabido regalar inmensas alegrías, decidió impedir el sufrimiento de las tribunas.
Vaya uno a saber por qué tipo de magia, "El Padrino" se las ingenió para conseguirnos (si, conseguirnos) ¡una Copa América! Después de todo, ¡nos la merecíamos!
Las masas enardecidas saltamos al verde césped y como locos empezamos a dar una tras otra vuelta olímpica. Muchas vueltas olímpicas. Mareados quedamos de tanto festejo, de tanta felicidad. Hacía tiempo que nadie nos daba tanta alegría.
Al rato, ya agitados y agotados, nos acostamos en el pasto. Un grupo de personas fue hasta el lateral que daba al palco y empezaron a pedir por el Mundial. De repente toda la cancha agitaba por Brasil 2014, la emoción crecía, los saltos hacían retumbar el estadio, los vecinos envolvían la cristalería que quería salirse de los estantes.
Don Julio, nuestro líder protector, salió del palco y desde la platea baja agarró el micrófono. Nos habló calmo, paternal, pero enfática y apasionadamente. Nos explicó porqué no debíamos pedir más que la Copa América, porqué teníamos que tomar lo que nos daba, porqué nos convenía, como hinchas, quedarnos en el molde.
Muchos lo entendieron, olvidándose de la cita mundialista, otros lo acusaron de tribunero. La cosa se desmadró un toque, hasta que entró la policía para sacar a los revoltosos. El festejo en el estadio continuó y duró hasta la noche, pero la Lealtad al líder recién empezaba.

10 de octubre de 2012

Babas del diablo


La mañana había empezado fulera, pero no tanto como podía ponerse. Las tostadas se habían quemado por un aseo de dientes demasiado prolongado.
La cosa empeoró cuando el bondi le dijo chau, segundos antes que ella pisara la parada. En el laburo se molestarían por esos minutos de asiento vacante.
Calle vacía, cielo plomizo, bondi que no llega, impaciencia que crece. Camioneta que viene, hombres descienden, mujer atrapada.
El infierno sale de las escrituras y se vuelve vida, se come al tiempo en un rumiar eterno. El infierno muestra los colmillos que muerden y no sueltan.
La mujer se vuelve carne. La mujer ya no llora, ya no grita, ya no mujer. La mujer ya sólo carne.
La luz amarilla de una lamparita, una ventana a otra habitación y la manada que se organiza para caerle encima. Rumiantes del tiempo vienen por su carne.
Las bestias le dejan sus babas adentro, es la marca que deja el fierro caliente sobre los cueros que tienen amo. El infierno deja su baba para que sepa que no hay fuga que valga.
La mujer que escapa de la habitación ocre, corre y desespera mirando adelante. La mujer que llora y grita de nuevo. La mujer que es mujer, no quiere esa marca, no quiere.
La mujer camina. Va decidida. Le quitarán el encierro que le dejaron dentro, le quitarán el infierno hecho carne.
La mujer va decidida a pesar de moralinas que dicen defender la vida. La mujer grita de nuevo, exige que defiendan su vida. La mujer llora de nuevo, demanda que dejen de morderle el cuero.
La mujer está de pie, tres escalones arriba. La mujer mira al gentío convocado por una politiquería canalla, al gentío que la juzga, implacable, desde sus camas calientes. La mujer los mira… dejen de violarme, piensa, dejen de violarme.

26 de septiembre de 2012

Llegó el River Sensación... de Descenso

La "Cadena Ilegal del Miedo" sigue haciendo de las suyas. Ahora operan en contra del Millonario con la misma vileza que lo hacen en otras ramas de la vida.
No les extrañe que en cualquier momento nos dediquen una tapa negra o la imagen ingraficable de un Passarella disfrutando un segundo descenso: "El goce de Daniel Alberto".
Porque acá, a pesar de todo lo que se diga, el problema no es el fútbol ausente, la barra, los refuerzos falopa o las compra-venta con triangulaciones. El problema, señores, tampoco es FunesM6 jugando de 3 ni la expulsiones del Chori y Cave; el problema no está en Nuñez, sino en los turbios intereses de la corporación maliciosa de medios de comunicación. La Cadena Ilegal del Miedo es el mal de River. Pero eso, señores, se termina el 7D, se termina. Y con ella llega, también, el final de la "Sensación de Descenso"; porque no hay tal cosa, sólo es una sensación provocada. ¿Pero quién soportaría tener que "sentirlo" de nuevo?

21 de septiembre de 2012

El Plan Secreto de "Fafafa" Chávez




Este Wing Izquierdo siempre estuvo del lado de Martínez. No por Argento ni por "Maravilla", sino por zurdo. Es que bien sabe este wing que la salida es por izquierda y bien lo sabe también Julio César Junior.
Cuentan los pasillos de Las Vegas que cuándo el mini Chávez se enteró que el madrileño peleaba con guardia cambiada, a lo Mirta le advirtió a su padre: "¡Se viene el zurdaje!"
En ese momento, en el que supo que no podría hacerle frente, fue cuando elaboró su artimaña. Si, artimaña. Lo del porrito no fue una fiestita y nada más, sino que era su as en la manga.
La idea era fumarse un churrito un rato antes, entrar re loco a la contienda como para que tipo en el sexto round le pegase el bajón y se comiera crudo a Maravilla. El cálculo le falló y el hambre voraz le llegó el décimo segundo asalto. Casi le sale.
Terminó comiendo en el vestuario una rica dulce y grande torta de chocolate.