27 de agosto de 2013

Los héroes del baldío

No pertenecíamos a ese lugar, estar atravesando esta situación sólo era un caso fortuito. Para mí, en cambio, ese traspié de la historia era una broma del destino, que por diversión se manda estos juegos con los mortales. Vida aburrida la del destino que todo lo sabe, lo único que le queda al pobre es jugar con nuestra ignorancia.
Por uno de esos entretenimientos del destino es que me encontraba sentado en el Monumental, mientras enfrentábamos a Ferro, por el Nacional B. No sé si existen los ángeles ni si alguno de ellos en algún momento se ha caído, pero juro que puedo imaginar el golpe que habría sentido.
Recordé mi infancia de rodillas embarradas y pelota de goma, de tardes eternas en el baldío con sus arcos de cascotes. Recordé que los domingos llevábamos la radio y mientras una voz relataba los partidos, nos convencía de que éramos Francéscoli, Bochini o Maradona cada vez que tocábamos la pelota. No necesitábamos llegar hasta la lejana Buenos Aires para conocer sus estadios. La imaginación dibujaba los arcos inabarcables y las gradas trepando hasta las nubes. Veíamos las gambetas más fantásticas que jamás se hayan practicado y los arqueros eran personajes salidos de historietas, centinelas infranqueables que obligaban a sus rivales a requerir ayuda extra terrenal para vencer sus vallas.
Iban 30 minutos del segundo tiempo y seguía viendo cómo River empataba 0 a 0 en una carrera desesperada por volver a la historia. Un 0 a 0 aburrido que le mojaba la oreja a cada uno de los que estábamos en el estadio.
Entonces apoyé mi oreja derecha en la radio de bolsillo, la de mi abuelo, la que encendía cada noche al ir a dormir, una Spica con estuche de cuero marrón. Cerré los ojos y el estadio se transformó. El césped devino pastizal, las personas cambiaron sus ropas y el bullicio cambió de ritmo. Las gradas treparon, de pronto, hasta las nubes y los arcos se volvieron enormes, imponentes. Lo único que seguía intacta era la banda roja cruzando el pecho.
Los jugadores despertaron sus superpoderes y se volvieron invencibles, burlando con cada movimiento las leyes más elementales de la física. La tierra tembló elevando una parte del terreno, que quedó inclinado 30 grados hacia el arco de Ferro. Mientras las luces del estadio se encendían, cegadoras, la Spica detallaba los nombres de los superhéroes que batallaban en el campo. Labruna, Francéscoli, Alonso, Pedernera, Distéfano, Moreno, Ortega, Fillol, Funes, Carrizo, Más… los nombres se sucedían entrando y saliendo de los pastizales, practicando las jugadas más fantásticas jamás vistas.
Abrí los ojos cuando el relator anunció el final del encuentro. Apagué la radio, y el estadio, que había recuperado sus formas terrenales, festejaba un 3 a 0 que ordenaba el día según la lógica.
Después alguien intentó nombrar a los goleadores del encuentro, pero yo sabía que no había nombres propios. Esa tarde la historia se había encargado ella sola de poner las cosas en su lugar.