16 de noviembre de 2012

¡Tomá, hacelo!

El partido venía chivo. La cosa estaba 0 a 0, faltaban 5 minutos y, de no lograr el triunfo, nos quedábamos con un sub campeonato de sabor a poco.
Como nunca, esa noche había seguido en silencio los 85 minutos anteriores. Dicen que el frío helaba los huesos, pero para mí hacía un calor insoportable.
Las figuras de nuestro equipo eran dos: Carlos "El Negro" Benítez y Alberto Palombo, el Beto. Dos socios en el campo de juego, que se complementaban a la perfección. El primero era un 9 de área, un animal del gol que pivoteaba como ninguno. Creo que nunca en su vida había tirado una rabona, pero entendía eso de tocar de primera al lugar exacto, para después ir a buscar una devolución al espacio vacío. Era un 9 que conocía su pie. Sabía de sus curvaturas, músculos, huesos y hasta las imperfecciones que pudieran lograr distintos bailes en la pelota. Y un 9 que entiende a su pie, es un definidor. El Negro lo era.
El otro, El Beto, era un crack. Un diseñador. El Beto no jugaba al fútbol, hacía arte. Nunca lo vi hacer un lujo, todos sus firuletes fueron pensados con un fin específico. El Beto no daba pases, alcanzaba la pelota. El tipo era un adelantado. Cuando le alcanzaba la pelota a un compañero, lo hacía pensando en la posibilidad de los tres o cuatro pases posteriores. Un ajedrecista.
Esa noche, esa final, la cosa venía torcida. Como nunca en todo el campeonato, el Negro se había comido varios goles, algunos por pericia del arquero y otros, qué quieren que les diga, por cagazo propio. De movida habíamos notado que al Negro Benítez le estaba pesando la presión de la final y que también lo había notado el Beto Palombo. No le dejaba pasar una. Todo el partido había estado hablando, como haciendo terapia, con el pibe Benítez. Porque era un pibe, 19 tenía y había que educarlo. Y en esa tarea había estado, durante todo el partido, el veterano ajedrecista que teníamos de capitán. Porque el Beto tenía 36 pirulos, 18 como futbolista, con un sub campeonato en su haber. Nunca había probado las mieles de la victoria y sabía que ésta era su oportunidad, pero necesitaba del Negro.
La cosa venía fulera porque cada vez que el pibe erraba uno imposible, el Beto se acercaba para apalabrarlo. Daba la impresión que se olvidaba del juego para dedicarse a la terapia. Esta dinámica hacía que ambos desaparecieran del partido. Yo sentía que el campeonato se escapaba, todos en la tribuna lo sentíamos.
Transitaba esa desazón cuando vi la jugada. Cuando vi al Beto recibir la bocha en posición de 5, de espaldas al arco. En ese momento me saqué las manos de la cabeza y me paré. Lo vi girar sobre su eje y moverse para un lado y para otro, sacándose de encima las marcas del Pulpito Lagomarsino y de Samuel Bergstein. Lo vi avanzar unos metros y frenarse de golpe para que la barrida de Zamora siguiera de largo.
El estadio enmudeció de repente. Las gargantas se cerraron con un llanto que empezaba a nacer. Todo el estadio había visto ese hueco, el que ya habían generado ambos: el ajedrecista y el 9, que había iniciado una diagonal interminable, filtrándose entre los dos centrales.
-¡Tomá, hacelo!
El silencio era tal, que todo el estadio pudo escuchar la demanda del Beto, mientras le alcanzaba el balón hacia el vacío. Ese vacío provocado entre los defensas.
Tras que no tenía poco, al pibe Benítez se le sumaron otros mil kilos de peso. El reto final, en forma de exigencia, que había lanzado Palombo, su socio, su maestro, su amigo, le pesaba aún más que la final misma.
De repente su corrida se asemejó más a una gambeta de Garrincha que a un pique al vacío. Sus piernas se le doblaban como si hubieran perdido solidez. La pelota, que había sido tan amiga, se le enredó entre las piernas y ya entrando al área, el Negro se encontró con que no tenía el recorrido necesario como para darle la potencia justa.
En una entrevista, después, confesó que la vista se le había nublado, sin saber si eran nervios o el sudor que de pronto le chorreaba por la frente. Cagazo de cualquier manera.
Las palpitaciones le iban a mil. Su corazón parecía querer salir corriendo. Tan fuerte latía que creí escucharlo retumbar. Tiempo después reconocí que eran mis latidos los que escuchaba, aunque podría asegurar que que eran los de todos. Toda la cancha con la misma taquicardia, al mismo tiempo, incluyendo al Negro Benítez.
Corría el minuto 85 cuando el pibe empujó el balón abriendo lo suficiente ese pie de goma como para que hiciera una leve parábola, alejándose de Rojas, ese arquero que quedó de rodilla al suelo y la pierna izquierda estirada, estiradísma, pero derrotada.
El gol ingresó por el poste izquierdo de Rojas, y por la garganta de todos los que explotamos en un grito que se hizo llanto y afonía.
Todo el equipo salió corriendo para fundirse en una pirámide humana, todo el equipo llegó a los gritos y risas hasta el pibe Benítez. El pibe que no reía, que lloraba. No estaba feliz, estaba aliviado.
Años más tarde entendí que el ajedrecista había jugado la partida de su vida. Que nunca se había olvidado del juego, ni había desaparecido del partido. Desde el primer minuto había estado tejiendo la jugada del final.
  

1 comentario:

  1. Muy Bueno!! Arriesgado lo de Beto!! jajaj Un capo!! Me encanto!!

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