20 de marzo de 2016

Los Aromos fue kermesse

Llegué antes que la noche y la plaza ya aguardaba, con todo dispuesto, para empezar a llenarse de gente. El hambre hizo que buscara hasta encontrarla, en un costado, a la cantina. Venía verde la cosa, el fuego alto indicaba que a las brasas le faltaban y después vi la parrilla que recién se quemaba.
Para olvidar un poco al estómago que andaba pedigüeño, salí a recorrer el festival en ciernes. Los juegos habían empezado y me encontré al piberío tirando los dardos, tratando de embocar corchos, aros y pelotas en conos, botellas, agujeros o arcos algo alejados. Vi adultos jugando con niños, vi una cantora que brindaba recitales infantiles personalizados.
La plaza ofrecía, generosa, el pasto. Ese que estaba un poco más largo que el de la plaza del centro. La plaza ofrecía la luminaria que, tras la llegada de la noche, se mostraba más gasolera que las luces de aquellas plazas paquetas de cordones de cemento y caminos embaldosados, aquellas de juegos sin desteñir y fuentes de aguas danzantes. La plaza ofrecía barrio.
En el escenario las pruebas de sonido. Y Los Aromos que de a poco, reposera en mano, se venía acercando. 
Un megáfono con voz circense anunciando que la cosa empezaba ahora por el lado del escenario. Bien podría haber sido el señor de las sandías, ese que en mi infancia las repartía en camioneta a los gritos de altoparlante por la calle.
La parrilla ya humeaba el aroma a la imposibilidad de olvidar el pedido desesperado de mi interior… pero el arte. Llegó el arte que alimenta el alma. Pasaron batucadas, rockeros, trovadores, un payador, los pibes del barrio que canturrean teatro en forma comunitaria. Porque la música es eso que pasa, pero se queda, así, acá, alojada. 
-¡Los choris! – gritó uno del otro lado de un tablón. - ¡Ya están los choris!- el domingo no podría venir en un formato mejorado.
Me senté en el pasto, con las zapatillas a un costado. Mientras comía lento bocado tras bocado, veía al piberío correr libre por todos lados. Los veía tirarse espuma y volver a correr para el otro lado. De fondo un circo y los copos de azúcar en alguna que otra mano. La Luna arriba bien llena y Júpiter al lado. La cantora seguía cantando a una niña en exclusivo canto.
Después el rock volvió al escenario y la barriada se hizo pogo. Las señoras desde sus reposeras aplaudían la lluvia de espuma que bañaba a los saltarines de adelante. En la cantina el de la caja se apresuraba a proteger lo recaudado porque la guerra entre mozos y parrillero pintaba de espuma al que asomaba.
Las risas se contagiaban del otro lado de la calle polvorienta. En las casas las puertas abiertas y se mateaba en la vereda aplaudiendo, de lejos, a la plaza hecha barrio.
Vi a un hombre que bailaba solo, pantalones tres cuartos y gorrito de piluso. Un hombre que bailaba solo, era feliz. No le importaba otra cosa que su felicidad, no le importaba que al otro día fuera un lunes lo que lo esperara. Un lunes de los suyos, de esos que se transcurren en una fábrica, o en una construcción, o en alguna que otra changa. No le importaba.
Ayer vi a un hombre en una kermesse.
Las crónicas dirán que la kermesse fue en Los Aromos, pero yo creo que Los Aromos fue kermesse.

8 de marzo de 2016

Resistencias

La decisión está, es mía. Es consciente. Apoyo el índice resuelto sobre la tecla que sobresale. Se requiere cierta presión, no mucha, certera.
Los electrones se amontonan, nerviosos, contra el bronce. Se apilan frente al abismo de la nada. Esperan al paso que mi decisión les lleve. Los electrones necesitan seguir, necesitan ese incuestionable viaje interpolar, necesitan seguir. Las tripas se los piden. Avanzar.
Finalmente mi índice decide que la tecla baje, que el puente sea puente y el río fluya. Al final la estampida, el atropello que va calentando el frío metal. Una estampida que cambia de ruta y pasa difícil, raspando, a los frotes, por el filamento delgado, espiralado.
Mareados ya antes de salir, se embroncan, reniegan, patalean. Ya antes de salir, la resistencia los calienta en fulgor blanco. Calor blanco que ilumina mi habitación, mi mesa, mi libro, mi poema.
Resisto.

3 de marzo de 2016

Melina sueñera

A Melina le encanta tirarse al pasto mirando el cielo y quedarse, así, quietita, un buen rato. A veces se la ve sentada en el comedor de su casa, mirando el techo con una sonrisa firme en la cara. También suele apoyarse en el colchón y mirar fijo el elástico de la cama de arriba.
Cuando la ven recostada sobre el césped del patio de su casa, a todos los vecinos que pasan por la vereda se les cruza la misma pregunta por la cabeza: ¿Qué hace Melina? O bien se preguntan esto otro: ¿Qué estará pensando Melina? Nadie sabe a ciencia cierta en qué cosas anda metida.
No es que la piba se la pase todo el santo día colgada de una palmera. No. También le gusta hacer otras cosas, como jugar con su papá y su mamá, mirar la tele, dibujar. También le gusta armar rompecabezas y jugar a la pelota. Disfruta mucho haciéndole mimos a su gatito, Fido; de hecho son bastante inseparables con Fido. Pero lo que más le gusta hacer es inventar historias, quedarse inmóvil para viajar… Le gusta tirarse en el piso, mirar algún punto quieto y viajar.
Así, Melina cada día sale a nadar por mares profundos; a trepar montañas lejanas; a correr carreras larguísimas; a aventurarse en cavernas profundas y oscuras, con la sola ayuda de una lamparita sobre el casco; a rescatar gatitos de los árboles más altos del planeta. Melina suele ir mucho al espacio, por eso sabe que las estrellas no son luciérnagas.

El otro día vino de visita una señora un poco vieja que casi ni conocía.
-¡Saludá a la tía! – repetía la madre que ella sí, evidentemente, estaba contenta.
-¡Hola hermosa! ¡Qué grande que estás! – Exclamó tía Alberta, que resultó ser la prima del padre de la madre de Melina – Decime, ¿Qué te gustaría ser de grande?
Melina la miró fijo con sus ojos redondos, enormes… ¡gigantes! Sueñera, dijo, de pronto. ¡Quiero ser sueñera! Y mientras los grandes se reían, ella salió caminando para el patio, con ganas de navegar en barco.
Se acostó al sol, que ya no era tan caliente como el del verano, con Fido apoyado sobre uno de sus brazos. Miró la nube más redonda que pasaba, lenta, lentísima. Tan lenta que después de un rato le sacó un bostezo laaaaargo…

Pedalea. Melina pedalea con todas sus fuerzas y esa bici que por instantes es roja, se torna rosa o amarillo, según el pestañeo del momento. El muelle largo de madera se mete bien adentro en el mar. Melina, que ató la bicicleta a uno de los postes, camina hasta la punta del muelle, donde espera sentada que el barco vuelva. Sentada con los pies en el primer peldaño de la escalera, Melina espera y espera…
Al rato de estar esperando, el barco finalmente llega. También es de madera, viejito y con tres enormes velas. La del medio es la más alta y cada una de sus telas luce una luna. Una roja, otra es amarilla y la tercera multicolor. Melina sube a cubierta y, después de saludar con dos besos al capitán, grita bien fuerte: ¡Leven anclas! ¡Suelten amarras! Le encantaba esa parte del viaje, que había aprendido en uno anterior.
Las velas infladas y el giro de timón mueven la nave a babor -o a estribor. Ella nunca se acuerda cuál es la izquierda y cuál la derecha en el idioma de los piratas, pero está convencida que en uno o dos viajes más podrá aprenderlo-, Melina corre a la proa -nombre que sí recuerda-, busca el aire del mar, ese que le deja el gustito a sal en la boca. 
Ella siempre dijo que en los barcos le gustaba volar y lo que en principio parecía un error de sus palabras, en este momento estaba cobrando el sentido acertado: Melina volaba entre el viento salado desde la proa de un velero pirata de madera.
Melina sabe que los grandes que cuentan historias de los siete mares son grandes que han viajado poco, que no son sueñeros. Melina lo sabe porque en cada uno de sus viajes recorre cientos de mares de distintos colores, profundidades, temperaturas y humores. Si, humores. Hay mares malhumorados, dice Melina, como el señor que vive en frente de su casa, que todo el tiempo está enojado, que cualquier vientito lo deja alborotado, como a algunos de los mares que alguna vez ha volado. A Melina le apenan los grandes que no son sueñeros, porque no pueden conocer esos mares que ella conoce como a la palma de su mano. 

Ese día Melina viajó por todos los mares que conocía. Visitó sirenas y acarició ballenas. Ese día casi encallan en un arrecife de coral y una gaviota le contó mil anécdotas. Al final de ese día, extenuada, decidió volver a su casa y pedirle a su padre una rica y grande merienda de leche chocolatada. Como al final de cada viaje, pestañeó un poco y sacudió la cabeza… pero nada. Debería resultar, si siempre resultaba. Intentó de nuevo. Esta vez mas fuerte el cabeceo y los pestañeos pronunciados… No. Sus pies seguían pisando el mismo barco. Pensó entonces que no se iba porque todavía no había saludado. Sabía por su prima que cada vez que alguien se retira, es de buen gusto despedirse y desear un buen descanso. Entonces eso hizo, dos besos, uno por cachete, al viejo capitán de parche en un ojo, pipa y pata de palo. Buscó a los tres marineros y los saludó con un fuerte abrazo. Melina, ahora sí, lista y dispuesta, cerró los ojos y pegó unos fuertes cabezazos. 
Algo mal andaba pasando. Ya no entendía por qué no podía volver. Desahuciada, bajó a la cocina que estaba pegada a los camarotes, y merendó lo que había. Mate cocido con galletas de otro día. Comió casi hasta explotar y así, con la panza redonda de cansancio, subió de nuevo a la cubierta. 

Triste y preocupada, Melina se recuesta a descansar. Mira fijo la luna roja de la vela del medio y piensa en la nube más redonda que pasa, lenta, lentísima. Tan lenta que le saca un bostezo laaaaargo…
El sol, que ya no está tan caliente como en el verano, le entibia la cara y Fido, recostado en uno de sus brazos, le lame una mano.