1 de diciembre de 2012

El patio de la abuela

Tener que definir una serie por penales es una reverenda cagada, pero peor es perderla. La cancha estaba repleta y él ahí, parado, decidido a terminar el pleito para ir a abrazarse con el resto.
Del otro lado del alambre había un pueblo, y no exagero. Es que a las finales del ascenso no se llega todos los días, es más, no se había llegado nunca antes.
Hacía meses que la ansiedad venía ganando los almuerzos de los habitantes del lugar, que en el trabajo no se hablaba de otra cosa, que se viajaba a la ciudad con el pecho inflado y la sonrisa estampada en la cara.
French es un pueblo de algo más de 800 habitantes ubicado a 15 kilómetros de Nueve de Julio, la ciudad cabecera del partido. Es un pueblo tan chico como orgulloso. Los frencheros son frencheros antes que nuevejulienses, Bonaerenses o, incluso, Argentinos. Siempre hicieron sentir ese patriotismo concentrado, ese fervor pueblerino.
Recuerdo que cuando íbamos a los bailes a su pueblo, los pibes nos recibían con miradas desconfiadas, nos trataban con hostilidad creciente y despedían con violencia manifiesta. Las piñas era la moneda corriente para aquel irreverente que se atreviera a disputarles el amor de alguna de sus mujeres. En French no se admitía competencia, por eso había que llegar, actuar y rajar rápido.
La cosa es que tanto fanatismo se ve reflejado, como todo, en el fútbol. Así es que en el pueblo se vuelve difícil encontrar hinchas de algún club de Buenos Aires, de los grandes, de esos que salen en la tele y ganan campeonatos Nacionales. No, por esos clubes en French se simpatiza, se alienta a alguno para participar del show. Pero lo que se dice hinchas, ahí todos son hinchas de un solo club, todos aman la misma camiseta albinegra. Esa camiseta que salió triunfadora del torneo local en tantas oportunidades y que nunca la dejan sola cuando tiene que disputar algún encuentro en campos ajenos.
Aquel fin de semana había viajado a la ciudad de mi infancia a visitar a la vieja y a descansar un poco del trajín porteño. Allá se duerme la siesta y se matea en las veredas. Todos los vecinos nos conocemos, aún los que ya no lo somos, pero que todavía nos recordamos jugando en el baldío de al lado. Allá es difícil ir al supermercado, eso si. Si bien no hay colas interminables de carritos repletos, hay amigos de tiempo sin verse. Allá se conversa con la mayoría de las personas con las que uno se cruza, y el supermercado se vuelve una romería.
El mismo día del partido me enteré de la contienda, que jugaba mi primo y que si ganaban quedaban a un paso de ascender. Y no pude evitar hacer lo que todo French venía haciendo desde hacía meses: soñé con la visita de uno de esos clubes grandes de Buenos Aires a mi ciudad natal. Bueno, a 15 kilómetros, es cierto, pero para los que vivimos en la ciudad cabecera, French y todos los demás pueblitos del partido son parte de Nueve de Julio. Como toda metrópolis, nosotros no somos secesionistas, no queremos su independencia. Después de todo en nuestro lugar ellos harían lo mismo.
No me atreví a soñar muy alto, por cábala, como todos los frencheros. No quise pensar siquiera en un Vélez Sarsfield visitando estas tierras sojeras, ni hablar un River. No, el sueño fue más modesto, pensé en Olimpo o Instituto entrando por el acceso principal y copando fácilmente nuestras canchas sin gradas, donde los automóviles hacen de palcos cuando el clima arrecia. El sueño fue tan real, tan vívido que se me puso la piel de gallina. No sé cuanto habré estado así, en neutro, con un ojo más cerrado que el otro, parado al lado de la góndola de las galletitas. Pero sí sé cuando y cómo me desperté. El Tati me había visto desde la carnicería y se había acercado en silencio para despabilarme de un cachetazo en la nuca que me hizo toser del cagazo. No había cambiado nada. A la puteada inicial le siguió un abrazo de amigo de la infancia, del barrio. Hablamos de nosotros, un resumen cada uno, como punteando para un currículum que nadie evalúa. Me contó de su madre y trajimos el recuerdo de mi viejo, compañeros de laburo ellos ¡Cuánto quería a este pibe mi viejo! Y no creo que él lo sepa. Me recordó un par de anécdotas graciosas que yo tenía en el olvido. Estaba igual, los mismos gestos, el mismo atropello al hablar. Era el mismo pibe de siempre.
El supermercado es un lugar difícil. Cuando me di cuenta de la hora nos despedimos rápido, le conté a las chapas que me iba a la cancha y me fui rajando. Tenía ganas de seguir hablando, de seguir trayendo recuerdos, de volver a la infancia por un rato.
Faltaba poco para empezar cuando llegue a la cancha. Ese día no permitieron el ingreso de vehículos porque no entraba un alma más. Todo el pueblo estaba contra el alambrado, eufóricos y preocupados. En la ida habían perdido 2 a 1 y había que remontarlo. Tuve que estacionar a unas 5 cuadras, que es como decir en las afueras.
Estaban todos los negocios cerrados, ni el kiosquero quiso perderse el encuentro. Más de 2000 personas viendo el partido, habían llegado de otros pueblos con la misma ilusión que los frencheros.
En las cabinas de transmisión estaban los de la radio y el canal local había instalado una cámara en el campo de juego, a la altura del mediocampo, para grabar el partido y repetirlo a la noche, si el resultado era favorable.
Me ubiqué donde pude, cerca de un corner. Y esperé el comienzo con un hombro contra el alambrado, comiendo semillas de girasol. Al lado mío estaba el viejo Asenjo, el carpintero. Allá los distinguimos por sus oficios, porque un cuarto del pueblo es Asenjo. De las otras tres partes, dos son Agrati y Bonello. Dejándole un 25 por ciento para el resto de los apellidos, sin riesgo de cometer exageración alguna.
El viejo Asenjo, el carpintero, estaba en shock. Casi que ni pestañeaba  Miraba un punto fijo, allá por el arco más lejano, y sólo se movía para pasarse el pañuelo de tela por la frente y los ojos. Sudor y lágrimas le brotaban todo el tiempo. Yo lo miraba de reojo, por si se percataba de mi existencia. El carpintero había fijado la vista en aquél arco, donde años atrás el Colorado Zunino se había cansado de hacer goles y ganar campeonatos en la liga local. En la liga local, pero nunca un ascenso.
Si bien es cierto que la escalera a la Primera A es larga, ganar el Torneo del Interior era subir un peldaño. Después de eso sólo restarían el Argentino B, el Argentino A y el Nacional B. Si, la escalera era larga, pero no importaba. Era un ascenso.
Enfrente había un equipo nuevo, hijo de las ganancias sojeras de la zona. Seis meses atrás había nacido en Carlos Casares el Agropecuario Argentino, fundado por uno de los mayores acopiadores cerealeros del país. De este lado, en este rincón, el Club Atlético French que arrancaba 2 a 1 abajo.
El partido fue vibrante. Arrancamos mejor, mucho mejor. Al entretiempo nos fuimos arriba 2 a 0, a pesar de haber errado dos penales. Ambos goles los hizo el Hijo del Viento. Así habían apodado al atorrante de mi primo. Era rapidito, gambeteador y, como dije, atorrante; todo lo que debe tener un buen wing.
La cancha explotaba, con ese resultado el equipo del pueblo estaba pasando de ronda, quedando a tiro de subir ese primer gran peldaño.
Pero en el segundo tiempo volvieron los nervios, el equipo se tiró atrás y los cerealeros atacaban y atacaban hasta que, finalmente, llegó el descuento. La cancha se enmudeció por un instante y Asenjo empezó a transpirar más todavía. Podíamos escuchar los pedidos de los técnicos hacia los jugadores, como si estuvieran sentados al lado nuestro, tomando un café. El silencio fue conmovedor. La serie se encaminaba hacia los penales, lo que era una reverenda cagada.
Toda la presión estaba sobre los hombros de él, el de camiseta a bastones blancos y negros con el 7 en la espalda, el Hijo del Viento. La serie de penales estaba 3 a 3. Agropecuario había errado 2 penales y si French convertía, pasaba.
Y ahí estaba él, parado en el semicírculo del área con las manos en la cintura y la vista en el arquero. Había tomado carrera con una leve inclinación a la izquierda, listo para correr cinco pasos y meterle un derechazo que los lleve a la gloria. Así estaba él cuando lo vi hacerlo, vi ese movimiento que tantas veces le había visto. Dio dos pasos cortitos a su izquierda y rebotó un par de veces en el lugar, agachó un poco la cabeza y puso los brazos como para atajar un penal.
- ¡Lo va a hacer!¡El hijo de remil... lo va a hacer! - grité sin pensar.
De repente llegaron como una tromba todas esas tardes en el patio de la abuela, el galpón oscuro repleto de cosas viejas, las cañas del fondo enraizadas en esa eterna pila de escombros, las cacerías en el gallinero del vecino y la pelota. Esa pelota de goma marrón con líneas blancas, tan pesada que picaba las manos al atajarla. Vi ese árbol de granada con su tronco irregular que usábamos de palo; del otro lado,  a siete pasos, dejábamos lo que teníamos a mano para completar el arco.
Arrancó la carrera a toda velocidad y, como en aquellas tardes de infancia, al llegar a la pelota su pie se metió bien abajo, como buscando la raíz del pasto, frenando bruscamente el envión.
La cancha contuvo el aliento, los rostros se entumecieron. Los que gritaban, callaron; y Asenjo el carpintero, que había estado callado durante toda la contienda, gritó: - ¡La picó! ¡Este pendejo caradura la picó!
La pelota viajó mil años dibujando una parábola panzona en el aire, y la pelota de goma se durmió en la red, rozando el tronco irregular del árbol de granada.

6 comentarios:

  1. Muy bueno Cholo!! Lo que se hace y lo que no, es eco del patio de la infancia. Es donde uno se juega todo.

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    1. Gran verdad manolito. Todos tenemos las raíces enterradas en los patios de nuestra infancia.
      Abrazo, amigo!

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  2. impresionante ,soy frenchero asi que te imaginaras que lo estoy leyendo con piel de gallina,gracias,por recordarlo de esa manera

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  3. Mui lindo todo,yo soy de french juego en club y estube ahi en la hincada cuando la pico cerre los ojos pensando vamos french que se puede cuando senti que todos gritaron gloria y alse la cabeza y dije sueño cumplido gracias french por tantas cosas♥

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  4. uff asta las lagrimas!!! nunca olvidare esa tarde!!!

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  5. exelente muy visceral ,es un viaje en el tiempo hacia el patio de la infancia
    gracias x compartirlo

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