10 de febrero de 2016

¿Qué te hice?

Es verano. Voy tranquilo sobre mi bicicleta. Es de noche en mi ciudad que casi duerme. Amigos me esperan para brindar, no hay motivos para hacerlo, o sí; el brindis mismo es un motivo. Giro en la esquina de la Rioja hacia Edison. Un perro que duerme se despierta. Me mira y levanta las orejas. Qué te pasa perrito -pienso-. El perrito que es mucho perro, se para y camina. Yo dejo de mirarlo y acelero un poco. Giro para ver y el terrible animal también apura. -No ladra, el muy puto no ladra-. Empiezo a pedalear sin sentarme, las rodillas comienzan a hacer fuerza. Vuelvo la vista y el perro más cerca. ¡Qué te pasa perro! -ya grito desesperado-. Llego a San Martín y doblo sin frenos. Sigo hasta Irigoyen y el animal atrás, corriendo. La cara desenfrenada, los ojos bien grandes y la mandíbula apretada. Retomo Irigoyen sin percatar el semáforo. Avanzo ya empapado hasta Catamarca, donde doblo jugado. Ya está, el desgraciado se volvió -me digo-. Pero escucho zarpazos. El rasguñar de garras sobre un asfalto intratable. Giro la cabeza y veo al monstruo que dobla por Catamarca como derrapando, se resbala una pata y se afirma con la otra, todo sin quitarme la mirada. Yo, que agotado me había frenado, retomo desesperado el pedalear frenético. ¡Perro de mierda! -grito y avanzo-. Llego a Mendoza y poco es decir que exhausto. Agarro del bolsillo las llaves más que temblando y cuando paso Salta ya le busco el radio, la distancia justa, para ir enfilando. Que los vagos se caguen -pienso en los pibes que me esperan para ir brindando-. Subo la vereda y me largo rápido. Meto la llave. El perro corre más rápido. Abro la puerta. Me meto volando. Cierro la puerta y escucho el zarpazo. ¡Qué lo parió! –Como diría un hermano-. Asomo apenas por la ventana y un hocico enorme que casi me atrapa. Cierro rápido y me voy a la cama.
Saludé a mi abuela, que ya estaba acostada. Hoy duermo acá –le dije, aunque le oculté lo del guardia que todavía me esperaba-. Cuando desperté por la mañana el perro ya no estaba, pero había dejado una meada. Subí a la bici y volví, por otro camino, hasta mi casa. Todavía hoy no sé qué carajo te hice, ¡perro de morondanga!