4 de diciembre de 2015

Contemporáneos

Destellos de un festejo alocado. Destellos. Eufórico sobre el césped de mi casa a grito pelado. Creo que la causa fue un gol mágico a Bélgica; pero bien pudo haber sido uno con la mano o la corrida interminable de Burruchaga. Destellos.
Sé, en cambio, donde estaba sentado cuando apiló camisetas amarillas para permitir el vuelo del Pájaro hacia la eternidad, cuando ese penal nos confirmó la posibilidad de lo imposible; me calenté igual que él cuando nos putearon el himno; pude descargarme cuando ese otro penal solucionó el desarreglo natural del anterior. Lloramos juntos esa tarde nublada y fría, cuando Goyco no pudo reparar la injusticia. El mismo pozo en el pecho, mientras recibía la medalla plateada.
Ahora lo veo correr rapidito con la pelota compañera, que no se va, se queda. Lo veo pasar atletas como si fueran postes de un alambrado viejo que no contiene. Lo veo ver con la espalda y dar un pase justo. Lo veo como me imagino a Miguel Ángel en la Sixtina; soñando la obra sobre una pared lisa, un sueño que, a diferencia del resto de los mortales, él puede plasmar. Lo veo creando.
Me chupa un huevo que no cante el himno. Lo que me importa es verlo así, artista. Lo que me emociona es verlo. Soy contemporáneo de Messi. Casi, casi también de Maradona.
Mis nietos me verán esbozar una leve sonrisa, suave mueca con la boca, y no podrán entender nunca qué carajo la origina.

2 de diciembre de 2015

La siesta


La memoria es fascinante. Billones de conexiones neuronales que se activan por reacciones químicas para traerme un recuerdo. Un laberinto intransitable que, sin embargo, transito como si nada, sin siquiera notarlo, cada vez que el pasado se me hace presente. Claro que no me acuerdo de todo, y el sufrimiento de Funes es algo que de ninguna manera ando queriendo, pero guardo algunos de mis recuerdos como si fueran tesoros irrenunciables, reliquias que habitan el ropero, cuidando de no perderlos.
Aquella tarde es uno de ellos. Me veo mirando fijo la frazada desde hace un buen rato, sobre el final de la cama, donde el dedo gordo del pie izquierdo de mi abuelo levanta las cobijas unos 35 centímetros por encima del colchón. Hace rato que miro y ese dedo no se mueve.
Todas las tardes me despertaba antes que él, lo que era un problema porque no quería molestarlo. Mi abuelo no se movía mucho al dormir, de hecho no se movía nada. Boca arriba, las manos sobre el pecho con los dedos entrecruzados y una pierna montada sobre la otra. Así se ponía ni bien se tapaba y así estaba cuando abría los ojos.
Generalmente yo prefería no dormir la siesta. Me inclinaba más por salir a la calle o ir al patio a manejarme sin la mirada examinadora de los adultos sobre mis pasos. La mayoría de las veces me pasaba eso, salvo cuando estaba con mi abuelo. Me encantaba compartir las siestas con él, no sé por qué.
Su final de siesta era rutinario. Le gustaba pasar unos cuantos minutos modorrando antes de abrir los ojos, desperezarse, ponerse el reloj y salir de la cama. Esos minutos de modorra los transcurría casi con la misma inmovilidad con la que dormía. Casi, porque movía, de a ratos, los dedos de los pies. Sólo los dedos, un poco y frenaba. Así unas cuantas veces hasta que finalmente llevaba los bigotes de un lado al otro de la cara. Un par de movimientos hacia cada lado y listo. Todo ese ritual era con los ojos cerrados y duraba algunos minutos. Después si, los abría terminando la modorra y la siesta.
Me veo. No quiero despertarlo. Lo imagino cansado a ese viejo querido. Esa mañana me había levantado temprano y ya lo había visto a través de la ventana juntando las hojas del parque. ¡Vaya a saber uno desde qué hora estaba trabajando! Porque si bien en las siestas siempre lo primereaba, en las mañanas nunca pude ganarle el baño. Era madrugador el viejo, calculo que eso se lo debió siempre a su historia de hombre de campo. Era imposible saber desde qué hora andaba juntando del césped las hojas secas del nogal, ni si ya tenía carpida la huerta o la mezcla lista para un tapial nuevo.
Cuando me vio por la ventana, junto al nogal dejó la bolsa arpillera y el punzón que usaba para pinchar las hojas; me hizo señas y salió caminando hacia la cocina. Mate cocido o leche blanca. El desayuno siempre se disputaba entre esas dos bebidas. La leche, que ya estaba hervida desde temprano y en la mesada el paquete de yerba abierto, esperaban mi decisión. La galleta sobre la mesa era indiscutible, con manteca y el dulce de leche que hacía la tía. Finalmente un vaso de leche tibia, sin esa capa asquerosa que se le formaba arriba después de hervida, nata, me enteré después que se llamaba, acompañó la galleta esa mañana. 
Desde niño viene mi fascinación por la memoria. Como suponía que encontrar los recuerdos sería más difícil que recuperar los juguetes perdidos en el galpón del fondo, me inventé una técnica para buscarlos cuando quisiera. La misma consistía en fijar un objeto cualquiera a todo el entorno que deseara cuidar para el futuro. Entendía que era más sencillo guardar una sola imagen que contuviera al resto, antes que guardar todo por separado. Cuando realmente la estaba pasando bien, elegía un objeto presente en el lugar y guardaba en sus detalles de dibujo todos los detalles del lugar en ese instante. Sensaciones y sentimientos eran metidos, uno a uno, en la cosa. Así, esa cocina y ese día fueron guardados en la imagen de la mesa de fórmica marrón claro con un camino marrón oscuro que le daba la vuelta, junto a las sillas de madera con varillas redondas y respaldo curvo. La técnica suponía que nunca perdería todos los recuerdos, que el olvido no me llegaría por completo, sino que las escenas importantes perdurarían. Bueno, resultó. Hoy día pienso en esa mesa y me acuerdo de la mañana soleada de otoño, la hortensia florecida, la huerta exitosa, el mural de la galería, los sillones del patio, ese desayuno, las hojas secas del nogal, los chicos en la calle, la siesta por la tarde y un partido de fútbol en Buenos Aires. Los recuerdos llegan, inmanejables como una estampida, después de la imagen de la mesa, conscientemente guardada por mí en un rinconcito de la cabeza.
Los chicos del barrio también habían terminado de desayunar y me esperaron en la verja. El Pipo era de Boca y quisimos hacer la previa del partido de la tarde, después de siesta, en Buenos Aires. Cuando llegué a la vereda los hermanos Ramos también estaban listos para el partidito de lado a lado de la calle, al tiempo que mi abuelo retomó su tarea de jardinero para luego empezar con el guiso del mediodía.
Los partidos eran transmitidos nada más que por la radio, así que no había mejor manera de seguirlos que poniendo el aparato al lado del arco y nosotros jugando a la pelota al compás del relator. Pero eso tenía que ser a la tarde, después de siesta.
Para cuando terminamos nuestro River – Boca mañanero y de pueblo, el guiso de mi abuelo ya se dejaba oler desde la calle. De nuevo la galleta, esta vez para probar el tuco y esperar sentado junto a la mesa chiquita con mantel de hule, que tenía en la cocina del galponcito de afuera. Es que mi abuelo cocinaba en una cocinita improvisada que daba al patio, para no llenar de olor la casa.
Ya no sé si esa tarde viene a mí o soy yo quién se transporta a la habitación semioscura. Ahí estoy, pensando, impaciente. 
Claro, con semejante plato de guiso cómo no va a dormirse la siesta que se está durmiendo. Encima el viejo no es de River sino de San Lorenzo, y el cuervo juega con no sé qué equipito de por ahí. Ni le calienta levantarse antes de la siesta, por eso ese dedo no se mueve. Lo siento, es real, vívido. Presiento, incluso, que no saldrá más del sueño, seguro que los chicos ya esperan en la vereda, jugando al veinticinco contra el portón del taller de enfrente. Sigo ahí impaciente, como aquel día, porque mi abuelo salga solo del sueño, para no despertar antes al muy madrugador que estaría reventado de tanto trabajar toda la mañana. ¡Si hasta se había limpiado el gallinero! Lo supe porque al salir de la cocina después del desayuno, había visto sus botas de goma empapadas en la galería y con restos de mierda de gallina. ¡Seguro que se había levantado antes que el gallo calentón ese! Era bravo el gallo, había que encerrarlo aparte para poder limpiar el gallinero. ¿Cómo iba a despertarlo después de tanto trabajo? Pero la hora del partido se acerca… y el dedo, nada.
Seguro que por la mañana había aplicado mejor que nunca sus dos grandes frases de cabecera, esas que me repetía, por lo menos, una vez al día. Al que madruga Dios lo ayuda, y nunca dejes para mañana lo que puedas hacer hoy, decía convencido de su filosofía. 
Seguro. Por eso sigue torrando mientras se oye picar la pelota en el asfalto de la calle. No hay peor cosa para un pibe que yace despierto en la cama, que escuchar como pica una pelota en el asfalto de la calle. A esa edad no poder responder al pique de una pelota es la mejor forma de definir la palabra desesperación.
Ya me había pasado una vez. Ya me había levantado de una siesta antes que mi abuelo entrara en la modorra semi-estática, y lo había despertado. A pesar de mi esfuerzo sobrehumano para moverme lento sin quitarle la mirada de encima, como si mis ojos pudieran ir cociendo las rajaduras de su delgada tela de sueño, el crujir del elástico al bajar de la cama había sido suficiente para despertarlo antes de tiempo y provocarle bostezos sistemáticos hasta la hora de la cena. Tanto le había afectado la siesta trunca, que aquella vez no miró en la tele la de tiros que siempre miraba después de cenar. Tampoco lavó los platos, solamente calentó agua en la pava para la bolsa de agua caliente y enfiló, bostezando, para la habitación. Me sentí tan culpable que nunca más dejé de respetarle el bendito dedo que avisaba su despertar. Ese dedo que hacía peligrar mi River-Boca de pelota de goma.
La memoria es fascinante. Viajo a través de ella hasta puntos específicos de mi historia, de mi vida, de mí mismo. Viajo y me quedo un rato, oliendo, oyendo, sintiendo. A veces río, otras lloro. La mayoría de las veces lo revivo con mayor intensidad que en el instante original, porque le sumo emociones posteriores, ganas de volver y saberlo imposible. Me da gracia que quieran reducirla a conexiones químicas.
Sé que él está ahí. Puedo sentir, punzante, su espera. Dudo por un momento si hay un intruso en este tiempo o si ambos estamos viviendo el instante original. Quizás ya me haya muerto y sea él quién viene a recordarme, a llevarme a su presente de edificios inteligentes y autos que levitan. Quizás, pero prefiero quedarme con la idea de que los dos somos primerizos en este día. 
Sé que está ahí y parece una broma del tiempo que sea de San Lorenzo, que quiera estar ahí, al lado mío, casi tanto como yo quiero que se quede. Parece el guión de una película que cruza las líneas de la vida que viajan dibujando rulos a lo largo de los años.
Sé que no tiene mucho sentido a esta altura de los años, tal vez sea la costumbre la que me impulsa a hacerlo. Entonces abro un ojo, el derecho, cosa de que él que está a mi izquierda, no logre notarlo. Busco algo en el espacio que me queda de la habitación, en el ángulo que mi inmovilidad permite. Arriba, cerca de la esquina derecha superior de la pared sur, la encuentro. Metálica, cuadrada, con dos tornillos ajustándola en las puntas cruzadas, está la tapa de la caja de paso del cableado eléctrico que se dibuja con sus puntas redondeadas y unos diez centímetros de lado. La observo unos segundos, casi minutos, llenándola de sentido como si fuera tallando con un cincel el mármol blanco, y le provoco la metamorfosis hacia la trascendencia grabando en su figura el aroma del limonero, el silencio interrumpido por los gorriones y por las hojas que el viento raspa contra los postigos, sus hendijas y la luz que logra atravesarlas, la espera ajena que se clava en mi hemisferio izquierdo, un partido de fútbol que está por dar comienzo y la ansiedad que lo espera. Soy un artesano que une la imagen a la felicidad del momento, a mis ganas de que no termine esta siesta. El conjuro mnemotécnico queda hecho. Por más que los mismos cables de goma la sigan surcando, esa caja devino otra cosa. Ahora es el botón que llama, el marcador de un libro, el camino que lleva. Ahora es la puerta de entrada a esta habitación, en este momento, desde cualquier momento.
Pero el artilugio, que es incontenible como la identidad de una pintura, me arrastra por puro capricho hasta a aquel otro conjuro de mi infancia, el de la mesa de fórmica marrón que trae, como de la mano, sus recuerdos. El vaso de leche con galleta, el nogal, el gallinero, las hojas, el guiso, la huerta, la bolsa de agua caliente, los chicos del pueblo y la impaciencia por salir a jugar aquel River-Boca. Es una estampida arrolladora, incontenible, que se confunde con el aroma del limonero, los gorriones y la luz que atraviesa el ventanal en haces dispersos. Ambas impaciencias se mezclan en una escena atemporal, inclasificable.
No quiero salir de este estado, me aferro a la siesta como el lactante al pecho. Y pienso que quizás mi abuelo hiciera lo mismo, que todas aquellas veces él tampoco haya querido mover el dedo. Seguramente sabía que al hacerlo yo me iría al instante, corriendo a la calle. Sabía, como yo lo sé ahora, que al mover el dedo se terminaba el momento.
La vida me acercó un yerno de San Lorenzo que me ganó a la hora de heredarle los colores a mi nieto. Ese nieto que ya se levanta despavorido al ver que este viejo melancólico al fin movió las frazadas con el dedo gordo de ese pie izquierdo que tiene montado sobre el derecho. Del mismo modo que lo hiciera aquel viejo muchos años atrás, este otro le soltó las cadenas a su nieto exprimiendo al máximo el tiempo siestero, pero sin privarle un solo segundo del tan ansiado San Lorenzo - Huracán. Este viejo que lo sigue con la mirada mientras corre. Este viejo que ahora mueve los bigotes de un lado al otro de la cara, un par de veces.