18 de agosto de 2014

A cara de perro

No soy muy creyente, nunca lo fui y no me voy a poner a creer en esas cuestiones a esta altura de los años. Pero en la vida hay cosas que son sagradas. Imagino que cada uno tendrá su altarcito particular donde ir a rendirles culto, más o menos ostentoso, más o menos venerado, pero todos adoramos algo. El nuestro no tiene mucho brillo, nunca lo tuvo, y no recibe visitas multitudinarias, sólo las nuestras, que son las que alcanzan.
En la vida hay cosas sagradas y las nuestras siempre tuvieron su misa. Los viernes. Todos los viernes desde el verano del 51, en Juventud Unida. Más de 60 años cumpliendo el mismo ritual. Toda la semana estábamos esperando el viernes, ver a los muchachos, tomar un vermú, jugar a los naipes, al billar y, claro, lo más lindo, al fútbol.
Al partidito lo seguimos armando mientras las gambas aguantaron y las arterias nos dejaron, castigadas las pobres de tanto humo y grasas acumulado. Estiramos el retiro todo lo que pudimos, nos jugamos la salud en más de una ocasión, hasta que, finalmente, y con acto de copetín incluido, un viernes del año 93 dijimos basta. Fue duro, hubo lágrimas escondidas y abrazos de hermanos que se contienen. De todas formas hicimos bien en retirarnos. Hacía un tiempo que veníamos dando lástima en la cancha, hacía mucho ya que la elongación duraba más que el partido mismo y así y todo, terminábamos lastimados.
En el bar del club siempre nos ubicamos en las mesas de adelante, las que dan a la calle, donde tomábamos un vermucito después de cada partido. Al principio elegimos el lugar para mirar a las señoritas que pasaban por la vereda, después, con los años, nos quedamos ahí porque el lugar ya era nuestro. El vermú con el fútbol siempre fue pareja inseparable, es que atrás, después del pasillo que rodea la barra, que pasa por la entrada del baño y que termina en una puerta de chapa, algo oxidada y con un ojo de buey no muy grande, están las canchas. La de básquet, las de bochas, la de pelota a paleta, desde hace unos años hay un par de canchas de paddle que el desuso las pobló de césped, y atrás, bien al fondo, están las de fútbol. La principal es hermosa y se entra rodeando un cerco de ligustrinas. Hace un par de años que sobre todo el largo del lateral derecho, el que está cerca de la medianera, se eleva, orgullosa, una tribuna de material de 15 peldaños, interrumpida a mitad de camino por una cabina de transmisión vidriada, en posición privilegiada. Los otros 3 costados están preparados para el ingreso de los automóviles, que domingo tras domingo se transforman en plateas futboleras pegadas al alambrado olímpico, resguardadas por los árboles.
Desde la cabina pueden verse, mirando a través del campo de juego, pasando por encima de las Acacias  que dan sombra al lateral izquierdo, las otras canchas. Las que no tienen césped, sino tierra, las auxiliares. Cuatro canchas, una al lado de la otra, ideales para disputar partidos de 6 contra 6, más los arqueros.
Ahí, en esos campos polvorientos, fuimos soldando, semana tras semana, nuestra amistad. Es cierto que nunca fue el único punto de encuentro, de reunión, pero fue el único capaz de sellar estos lazos de la forma que lo hizo. Los tipos somos así. Cada patada fue una caricia; cada moretón, un trofeo; cada gol, una excusa para el abrazo y la risa; cada puteada, un consejo. Los partidos ahí siempre fueron finales del mundo. Porque los amistosos son para los flojitos de espíritu, para los dormidos, para los que caminan como arrastrados por la correntada de la vida, dejándose llevar sin intentar nadarla. Y esto, para nosotros, siempre fue algo sabido, aunque casi nunca dicho.
-Los amistosos nunca fueron para nosotros, Vito -me dijo una vuelta, José "Pepe" Costas.  Y esa fue la única vez que se habló del tema, allá por los años 90, mientras esperábamos en el club la llegada del resto de los muchachos. Me lo dijo con esa mirada que se pone cuando se habla de cosas importantes, cuando se tocan temas por los que vale la pena tomar posición. Esa noche hablaba de fútbol, pero no sólo de fútbol. Para Pepe la vida no era un amistoso, la vida era una sumatoria de finales, para todo le ponía empeño, nada era trivial. Así siempre entendió la cosa y los partidos reflejaban esa filosofía. Típico fullback carente de todo tipo de habilidad, nunca una jugada para la tribuna o un caño para el gaste. El tipo se calzaba el overol y laburaba, pero laburaba en serio.
-¡Si pasa el balón, el hombre acá se queda! – Gritaba varias veces por partido, señalando el suelo, mientras alguno de nosotros yacíamos ahí, arrepentidos de haber intentado aplicar algún detalle estético, arrepentidos de haber desoído el “¡A cara de perro, eh!” que daba inicio a cada uno de los encuentros. Así le gustaba encarar la vida, a cara de perro.
No importaba el aprecio mutuo, ni las andanzas compartidas. Si te veía venir con pelota dominada y traías una casaca diferente a la suya, su guadaña derecha se preparaba, se predisponía a defender su territorio, a impedir el juego contrario, cueste el músculo que cueste, sea de quien sea el hueso. Los tipos somos así, la forma que tenemos de expresar afecto es con una patada a la rodilla. Porque esa patada implica respeto, reconocimiento de la habilidad ajena y nuestra imposibilidad de contrastarla. Aplicar una patada es tomar en serio la labor del otro. Bueno, el Pepe Costas siempre nos quiso mucho. Pero por constatación empírica, al que más quiso, por lejos, fue al Flaco Montanari. Nuestro diez, nuestro Distéfano, nuestro fútbol. Nadie ligó lo que él. Nadie sufrió el respeto de José como él. Nadie sintió las finales que el Pepe jugaba cada viernes, como el Flaco Montanari. Es que ninguno de nosotros podíamos movernos como él lo hacía, ninguno de nosotros jamás tuvo la velocidad del Flaco.
Después de cada partido, la terminábamos adelante, en el bar, donde las noches fueron eternas y nuestras. La pasábamos verdaderamente bien en el club, incluso en días de capas caídas. Porque, para qué voy a andar mintiendo, los lagrimones de ayer no fueron los primeros que moqueamos sobre el paño de aquella mesa de naipes. Muchas veces alguna que otra señorita nos hizo pasar de rosca con la bebida y ahí andábamos todos, acompañando al amigo derrotado. Y ver a un hombre llorar no es para cualquiera, eh. Hay que tener fuerza de voluntad como para no quebrarse uno. Pero lo de ayer fue otra cosa. Ayer no había nadie digno de contener a nadie.
Ayer empezamos a caer de a uno como siempre, pero distintos. Sabíamos que teníamos una ronda distinta a la habitual. Cuando llegué ya esperaban los hermanos Sagardoy, que me saludaron con la cabeza, un movimiento adusto, sin sacar la mano del vaso.
-¿Trajeron todo? -pregunté.
-Si, están ahí adentro -dijeron señalando con sus cabezas el pasillo del fondo.
Pedí un agua tónica y me senté a la mesa tomando una postura similar a la de los muchachos.
El Pepe Costas era uno más de la barra, con todo lo que eso significaba. Nunca le había esquivado a un viernes. Siempre estuvo dispuesto para las partidas de billar, tute, mus, truco o fútbol, aunque no se destacara en ninguno de ellos. La cosa era compartir, estar. Recuerdo que cuando al Chueco Carrizo se le ocurrió aquello de la promesa, Pepe fue el primero en entusiasmarse. El primero en levantar la cabeza, despabilando la modorra de la madrugada de bar, y ofrecerse para ponerla por escrito con la moderna Olivetti Lettera 22, que su padre había adquirido para despuntar el vicio de escritor amateur. El Chueco tiró la idea, si, pero los años pusieron las cosas en su lugar, y todos recordamos siempre a José como el padre de nuestro pacto. Esa misma noche, uno de los últimos viernes de la década del 50, José Costas dejó estampado nuestro pacto en una hoja folio lisa, que guardo, amarillenta, entre mis objetos más preciados.
El resto de la muchachada fue llegando en silencio, y, repitiendo el mismo saludo austero que me habían dispensado, los hermanos Sagardoy les fueron señalando el pasillo del fondo. Uno a uno, con el andar que los años nos permitían, fuimos yendo hasta el lugar indicado.
Ellos se habían encargado de ir a la lavandería para poder hacer las cosas como corresponden. Para las nueve menos cinco ya estábamos todos cambiados, el Chueco Carrizo agarró su bolso blanco e indicó la salida. Yo llevaba apretado en la mano aquel papel amarillento, doblado en cuatro partes.
Salimos por la puerta del ojo de buey, atravesamos lentamente las canchas de básquet, pelota paleta y paddle, bordeamos la ligustrina y llegamos a las auxiliares de tierra. La primera de todas nos estaba esperando con las luces encendidas. Nos juntamos en el círculo central sin decir una palabra, no voló una mosca hasta que di un paso al frente. Sus rostros serios seguían, atentos, mis movimientos. El Tato Rocha saltaba, nervioso, en su lugar, sin quitarme los ojos de encima. O, a decir verdad, creía saltar, porque sólo lograba despegar del suelo los talones. La tensión se sentía y preocupaba a la media docena de stents que sostienen el fluir en nuestros circuitos sanguíneos. Viejos y arrumbados, más por el dolor de la tristeza que por los años de los cuerpos vividos, estábamos todos contemplando nuestra amistad, nuestra hermandad de años. En silencio durante unos segundos, estampamos en nuestra historia un homenaje, en definitiva, a nosotros mismos.
-Nacimos acá un día y acá moriremos alguna vez… – empecé a leer con la garganta atada a unos recuerdos que no dejaban respirar. Leía una hoja folio lisa de color amarillento que no quería quedarse quieta, que había estado en un cajón esperando ser leída en algún momento. Tanto tiempo tan estática que cuando mi cuerpo tembloroso le dio acción, empezó a agitarse fuerte, como quitándose las palabras con espasmos.
-Porque sin nosotros… nuestros nombres propios nos serían ajenos, porque sin nosotros alguien más habitaría los espejos. Nacimos acá el día que nos saludamos y eso hace de esta tierra nuestra Tierra Santa. –leía con esfuerzo, descansaba el nudo de la garganta y retomaba el recitar de unas palabras que ya no lograba ver por las lágrimas.
-He aquí nuestra religión, muchachos –dije de memoria-, he aquí nuestro partido homenaje, hermano.
Levanté la vista un segundo buscando alguna mirada y tras un leve gesto, dijimos a coro: -Juro Pepe, recordarte los viernes y despedirte con goles.
-¡Por el Pepe, carajo! –gritó el Tano Sampietro -¡Por el Pepe! –le respondimos al unísono.
Tan sólo habían pasado dos días de aquél cimbronazo. De ese cuerpo que había dicho basta de verdad, sin posibilidad de volver atrás. Nos dejaba un amigo, el primero que lo hacía. Y hacía tiempo que habíamos prometido velarnos a goles.
Los equipos estaban de memoria, cada uno tomó su puesto haciendo movimientos como para calentar los músculos, intentando dar muestras de una agilidad que ya no había. El Chueco Carrizo abrió su bolso y sacó la pelota número 5 color marrón recién embadurnada en grasa, y se la alcanzó a uno de los Sagardoy.
Frente a mí estaban Huguito Sagardoy y el Flaco Montanari, listos para dar comienzo al partido. Hugo, el menor de los hermanos, haciendo un esfuerzo tremendo para mantener la pelota debajo de la suela de su botín derecho, dio el grito de “¡vamos!” y le alcanzó el esférico al Flaco, como tantas veces, para que nuestro Distéfano se encargase de iniciar el homenaje al Pepe con un golazo de los suyos, de los de antaño. El Flaco agarró la posta y empezó el camino hacia el arco, le costaba llevarla, es cierto, pero mucho menos de lo que nos iba a costar a nosotros. Pasó al Tano y al Chueco sin demasiada complejidad, avanzó un par de metros y me apresté para salirle al cruce. En el Flaco la camiseta azul todavía se lucía bastante bien a pesar de los agujeros, no así sus pantalones que sobraban tela por todos lados. Estaba viviendo mi juventud de nuevo, defendiendo el equipo rojo que ahora me apretaba hasta el cuello.
Amagó a pasarme por la derecha y, como los amistosos nunca fueron de mi preferencia, no dudé en tirarle una patada a la altura de la rodilla. Caímos los dos al suelo. El Flaco todavía gemía, casi inmóvil, en la tierra, cuando logré incorporarme. –Si pasa el balón…el hom… el hombre acá se queda –murmuré como pude, mientras me levantaban los muchachos.
El Flaco levantó la cabeza y su rostro hablaba del arrepentimiento que sentía por haber intentado la gambeta. Después me miró con furia, como cuando tenía 20 y Pepe le probaba los ligamentos. El mismo Pepe que ya extrañábamos.           
-¿Estás loco, Vito? –me dijo mientras se sentaba. Pero no le dejé terminar la frase.

Me acerqué hasta donde estaba sentado y enfrenté mi cara con la suya, agachándome hasta casi tocarlo. La furia me subía por las venas y salía en llanto desconsolado: –Esto es a cara de perro ¿entendés? ¡A cara de perro! –le grité antes de quebrarnos en un abrazo.