6 de diciembre de 2012

En las malas mucho más

A mi padre,
11 años después de aquella
insoportable goleada en contra.

Ese día nos hicimos más grandes. La adultez es algo serio, hay cosas que tenemos que vivir para poder alcanzarla. Bueno, ese día nos hicimos adultos. Ese día empezamos a ver las cosas de una manera un poco diferente.
Crecer no es cosa sencilla, y ese día fue difícil. Sin embargo, creo que el peor momento lo viví al principio, cuando los hechos aún no se habían consumado. Imagino que fue la tristeza, luego, la que me mantuvo anestesiado.
El peor momento fue en el bondi. El 118 llegó con el suficiente espacio como para encontrar un asiento, me senté y fui todo el viaje en silencio, escuchando la radio. No sé por qué, pero los dispositivos de audio transportables modernos discriminan a las señales de amplitud modulada. Así que viajaba yo con mi radio de mano fabricada en los 80's, con auriculares puestos y moviendo constantemente el aparato para no perder la señal de radio.
Los 45 minutos que duró el viaje los transcurrí en silencio, con los ojos húmedos y un nudo en la garganta como dique de contención. Todo indicaba lo peor, las señales premonitorias se habían instalado en mi mente como un recuerdo recurrente.
La primera vez que fui era viernes, y al llegar de la escuela mi viejo me dijo:
-Agarrá tu campera que nos vamos de viaje.
-¿A dónde? -Pregunté dejándome llevar por la impaciencia, aunque sabía que él quería mantener el misterio, alimentar la sorpresa.
-¿Vamos solos? -Insistí antes que atinara a responder algo que, sabía, no satisfaría mi impaciencia.
-No, vamos con el Negro Márquez y Matías -Dijo, cediendo una porción de información.
Cuando nos pasaron a buscar pude ver la cara de felicidad de Mati y entendí que él sabía de qué venía la cosa. Mi viejo también entendió la escena, por lo que dio finalizado el misterio.
-Vamos al Monumental -dijo-, jugamos con Lanús, vas a poder ver al Mencho.
 La emoción había ganado el interior de la camioneta en la que viajamos esos casi 300 kilómetros. No recuerdo de qué hablábamos, pero sí del clima de risas.
Algo que nunca me voy a olvidar es el olor a mierda de esas escalinatas. Pero un olor a mierda rica. Subíamos las escalinatas y empezamos a ver las luces que están arriba de la platea San Martín, escuchábamos cantar, en coro, a la gente, y el olor inmundo se volvía delicioso. No importaba ese líquido asqueroso que bajaba a un costado de las escaleras, como huyendo de un baño descompuesto. No importaba, la emoción era más.
Mientras subía uno a uno esos peldaños, mis ojos estaban húmedos y la garganta tenía un nudo como dique de contención. Igual que en el 118, casi 18 años después, cuando intuía que el círculo se cerraba, que tal vez yo no debería estar en ese bondi yendo, una vez más, al Monumental.
Es que veía esas señales que lo avisaban. Lanús nos había ganado unos días antes, en el Monumental, sentenciándonos a jugar un repechaje para no perder la categoría. Lanús, el mismo equipo que habíamos enfrentado 18 años atrás, cuando fui por primera vez a ver a River. Aquella noche magnífica, ganamos el partido 2 a 0 con dos goles del "Mencho" Ramón Ismael Medina Bello. Ismael, así se llamaba mi padre, que estuvo sentado al lado mío, cuando presencié por vez primera un partido de River. El círculo se dibujaba a velocidad temeraria.
Lanús nos había ganado obligándonos a jugar un repechaje con un equipo que quería ascender: Belgrano de Córdoba. Un equipo que nos quería hacer bajar de categoría y ya nos había ganado el primer partido. La llave estaba 0 a 2 y definíamos en casa. Belgrano es la tribuna donde se ubicaban las plateas que compró mi padre aquella noche que conocí el Monumental. Más específicamente, el sector de la platea se llamaba Belgrano Baja, en la tercer fila. En aquella ocasión las lágrimas brotaban por tener la sensación de casi poder tocar al Mencho cuando pasara corriendo rumbo al arco contrario. 18 años después, las lágrimas asomaban porque el círculo premonitorio se estaba completando. "Belgrano nos baja", pensaba y quería creer en la inexistencia de las brujas.
Para cuando me bajé del bondi, en las inmediaciones del estadio, se sentía el clima de fiesta. Si, de fiesta. Ya a varias cuadras se escuchaba el canturrerar de multitudes. Apagué la radio y el nudo en la garganta cambió, repentinamente, su causa. Ahora la emoción que la generaba se acercaba a aquella de la primera vez.
La cancha estaba repleta, parecía que todos veníamos a festejar un campeonato en vez de presenciar el descenso inminente. Para cuando el equipo salió al campo de juego, yo ya estaba afónico.
Sólo una vez había cantado tanto y tan fuerte en una cancha. Si, aquella vez, 18 años atrás. Nunca creí tener tanta capacidad para afectar el desarrollo de un partido de River como en esas ocasiones.
Con Matías no parábamos de saltar en las butacas de madera de la platea baja, de la paqueta platea baja.
-Ustedes no tienen que estar acá -sentenciaron nuestros padres en el entretiempo de esa noche- Ustedes  tienen que estar allá -dijeron, señalando la popular local-, ahí se canta como ustedes lo hacen. A Matías y a mi nos brillaron los ojos, era el mejor halago que podíamos recibir en ese momento.
18 años después la fiesta había arrancado con todo. De movida Pavone puso el 1 a 0 y los acorralábamos. Los teníamos para el cachetazo cuando el árbitro no cobra un penal que vio tanto él como todo el estadio. Patada asesina a Caruso, nuestro delantero, y el árbitro dictamina el clásico "¡Siga, siga!". Volvieron las brujas cerrando el círculo y matándome de golpe: Caruso es mi apellido y, por supuesto, era el de mi padre.
Yo era el centro de ese círculo de la desgracia, ya no había duda. Lo que siguió de partido ya era cosa juzgada. Nosotros atacando y en un descuido horroroso, Farré nos clava el empate y a las duchas.
Ese día, el del descenso, quise volver a mi infancia, pero ya no se podía. Ese día el club conoció el dolor que el fútbol puede dar, el de la peor derrota. Ese día aprecié los campeonatos ganados, los que ya no festejaba porque era costumbre ganarlos. Ese día, desde la derrota, entendí las victorias del pasado. Cada gol después de ese día iba a valer el doble. Nunca más veríamos al mundo del fútbol con el mismo color.
El partido se terminó unos minutos antes por el desmadre de la parcialidad local. Nadie se iba, había bronca hecha sillas volando. Yo estaba como desinflado. Vi una salida que nadie creía abierta y me fui. Caminaba sólo por Figueroa Alcorta pensando en nada, solo caminaba, hasta que la rabia llegó de golpe en forma de reproche bestial.
Le recriminé no haber estado cuando me gradué en la Universidad, ni cuando tomé por esposa a la mujer que amo. Le recriminé no haber visto nunca las manos de mi hija agarrándome la barba, ni sus besos antes de ir a la cama. Le recriminé a mi padre haberse convertido en un puñal de ausencia que rasga mi carne cada vez que tengo motivos para la risa.
-Pero de ésta... justo de ésta... no zafás -grité, de pronto, mirando al cielo- Así que te traigo en recuerdo para que suframos juntos ese gol de mierda que nos mandó al descenso.

1 de diciembre de 2012

El patio de la abuela

Tener que definir una serie por penales es una reverenda cagada, pero peor es perderla. La cancha estaba repleta y él ahí, parado, decidido a terminar el pleito para ir a abrazarse con el resto.
Del otro lado del alambre había un pueblo, y no exagero. Es que a las finales del ascenso no se llega todos los días, es más, no se había llegado nunca antes.
Hacía meses que la ansiedad venía ganando los almuerzos de los habitantes del lugar, que en el trabajo no se hablaba de otra cosa, que se viajaba a la ciudad con el pecho inflado y la sonrisa estampada en la cara.
French es un pueblo de algo más de 800 habitantes ubicado a 15 kilómetros de Nueve de Julio, la ciudad cabecera del partido. Es un pueblo tan chico como orgulloso. Los frencheros son frencheros antes que nuevejulienses, Bonaerenses o, incluso, Argentinos. Siempre hicieron sentir ese patriotismo concentrado, ese fervor pueblerino.
Recuerdo que cuando íbamos a los bailes a su pueblo, los pibes nos recibían con miradas desconfiadas, nos trataban con hostilidad creciente y despedían con violencia manifiesta. Las piñas era la moneda corriente para aquel irreverente que se atreviera a disputarles el amor de alguna de sus mujeres. En French no se admitía competencia, por eso había que llegar, actuar y rajar rápido.
La cosa es que tanto fanatismo se ve reflejado, como todo, en el fútbol. Así es que en el pueblo se vuelve difícil encontrar hinchas de algún club de Buenos Aires, de los grandes, de esos que salen en la tele y ganan campeonatos Nacionales. No, por esos clubes en French se simpatiza, se alienta a alguno para participar del show. Pero lo que se dice hinchas, ahí todos son hinchas de un solo club, todos aman la misma camiseta albinegra. Esa camiseta que salió triunfadora del torneo local en tantas oportunidades y que nunca la dejan sola cuando tiene que disputar algún encuentro en campos ajenos.
Aquel fin de semana había viajado a la ciudad de mi infancia a visitar a la vieja y a descansar un poco del trajín porteño. Allá se duerme la siesta y se matea en las veredas. Todos los vecinos nos conocemos, aún los que ya no lo somos, pero que todavía nos recordamos jugando en el baldío de al lado. Allá es difícil ir al supermercado, eso si. Si bien no hay colas interminables de carritos repletos, hay amigos de tiempo sin verse. Allá se conversa con la mayoría de las personas con las que uno se cruza, y el supermercado se vuelve una romería.
El mismo día del partido me enteré de la contienda, que jugaba mi primo y que si ganaban quedaban a un paso de ascender. Y no pude evitar hacer lo que todo French venía haciendo desde hacía meses: soñé con la visita de uno de esos clubes grandes de Buenos Aires a mi ciudad natal. Bueno, a 15 kilómetros, es cierto, pero para los que vivimos en la ciudad cabecera, French y todos los demás pueblitos del partido son parte de Nueve de Julio. Como toda metrópolis, nosotros no somos secesionistas, no queremos su independencia. Después de todo en nuestro lugar ellos harían lo mismo.
No me atreví a soñar muy alto, por cábala, como todos los frencheros. No quise pensar siquiera en un Vélez Sarsfield visitando estas tierras sojeras, ni hablar un River. No, el sueño fue más modesto, pensé en Olimpo o Instituto entrando por el acceso principal y copando fácilmente nuestras canchas sin gradas, donde los automóviles hacen de palcos cuando el clima arrecia. El sueño fue tan real, tan vívido que se me puso la piel de gallina. No sé cuanto habré estado así, en neutro, con un ojo más cerrado que el otro, parado al lado de la góndola de las galletitas. Pero sí sé cuando y cómo me desperté. El Tati me había visto desde la carnicería y se había acercado en silencio para despabilarme de un cachetazo en la nuca que me hizo toser del cagazo. No había cambiado nada. A la puteada inicial le siguió un abrazo de amigo de la infancia, del barrio. Hablamos de nosotros, un resumen cada uno, como punteando para un currículum que nadie evalúa. Me contó de su madre y trajimos el recuerdo de mi viejo, compañeros de laburo ellos ¡Cuánto quería a este pibe mi viejo! Y no creo que él lo sepa. Me recordó un par de anécdotas graciosas que yo tenía en el olvido. Estaba igual, los mismos gestos, el mismo atropello al hablar. Era el mismo pibe de siempre.
El supermercado es un lugar difícil. Cuando me di cuenta de la hora nos despedimos rápido, le conté a las chapas que me iba a la cancha y me fui rajando. Tenía ganas de seguir hablando, de seguir trayendo recuerdos, de volver a la infancia por un rato.
Faltaba poco para empezar cuando llegue a la cancha. Ese día no permitieron el ingreso de vehículos porque no entraba un alma más. Todo el pueblo estaba contra el alambrado, eufóricos y preocupados. En la ida habían perdido 2 a 1 y había que remontarlo. Tuve que estacionar a unas 5 cuadras, que es como decir en las afueras.
Estaban todos los negocios cerrados, ni el kiosquero quiso perderse el encuentro. Más de 2000 personas viendo el partido, habían llegado de otros pueblos con la misma ilusión que los frencheros.
En las cabinas de transmisión estaban los de la radio y el canal local había instalado una cámara en el campo de juego, a la altura del mediocampo, para grabar el partido y repetirlo a la noche, si el resultado era favorable.
Me ubiqué donde pude, cerca de un corner. Y esperé el comienzo con un hombro contra el alambrado, comiendo semillas de girasol. Al lado mío estaba el viejo Asenjo, el carpintero. Allá los distinguimos por sus oficios, porque un cuarto del pueblo es Asenjo. De las otras tres partes, dos son Agrati y Bonello. Dejándole un 25 por ciento para el resto de los apellidos, sin riesgo de cometer exageración alguna.
El viejo Asenjo, el carpintero, estaba en shock. Casi que ni pestañeaba  Miraba un punto fijo, allá por el arco más lejano, y sólo se movía para pasarse el pañuelo de tela por la frente y los ojos. Sudor y lágrimas le brotaban todo el tiempo. Yo lo miraba de reojo, por si se percataba de mi existencia. El carpintero había fijado la vista en aquél arco, donde años atrás el Colorado Zunino se había cansado de hacer goles y ganar campeonatos en la liga local. En la liga local, pero nunca un ascenso.
Si bien es cierto que la escalera a la Primera A es larga, ganar el Torneo del Interior era subir un peldaño. Después de eso sólo restarían el Argentino B, el Argentino A y el Nacional B. Si, la escalera era larga, pero no importaba. Era un ascenso.
Enfrente había un equipo nuevo, hijo de las ganancias sojeras de la zona. Seis meses atrás había nacido en Carlos Casares el Agropecuario Argentino, fundado por uno de los mayores acopiadores cerealeros del país. De este lado, en este rincón, el Club Atlético French que arrancaba 2 a 1 abajo.
El partido fue vibrante. Arrancamos mejor, mucho mejor. Al entretiempo nos fuimos arriba 2 a 0, a pesar de haber errado dos penales. Ambos goles los hizo el Hijo del Viento. Así habían apodado al atorrante de mi primo. Era rapidito, gambeteador y, como dije, atorrante; todo lo que debe tener un buen wing.
La cancha explotaba, con ese resultado el equipo del pueblo estaba pasando de ronda, quedando a tiro de subir ese primer gran peldaño.
Pero en el segundo tiempo volvieron los nervios, el equipo se tiró atrás y los cerealeros atacaban y atacaban hasta que, finalmente, llegó el descuento. La cancha se enmudeció por un instante y Asenjo empezó a transpirar más todavía. Podíamos escuchar los pedidos de los técnicos hacia los jugadores, como si estuvieran sentados al lado nuestro, tomando un café. El silencio fue conmovedor. La serie se encaminaba hacia los penales, lo que era una reverenda cagada.
Toda la presión estaba sobre los hombros de él, el de camiseta a bastones blancos y negros con el 7 en la espalda, el Hijo del Viento. La serie de penales estaba 3 a 3. Agropecuario había errado 2 penales y si French convertía, pasaba.
Y ahí estaba él, parado en el semicírculo del área con las manos en la cintura y la vista en el arquero. Había tomado carrera con una leve inclinación a la izquierda, listo para correr cinco pasos y meterle un derechazo que los lleve a la gloria. Así estaba él cuando lo vi hacerlo, vi ese movimiento que tantas veces le había visto. Dio dos pasos cortitos a su izquierda y rebotó un par de veces en el lugar, agachó un poco la cabeza y puso los brazos como para atajar un penal.
- ¡Lo va a hacer!¡El hijo de remil... lo va a hacer! - grité sin pensar.
De repente llegaron como una tromba todas esas tardes en el patio de la abuela, el galpón oscuro repleto de cosas viejas, las cañas del fondo enraizadas en esa eterna pila de escombros, las cacerías en el gallinero del vecino y la pelota. Esa pelota de goma marrón con líneas blancas, tan pesada que picaba las manos al atajarla. Vi ese árbol de granada con su tronco irregular que usábamos de palo; del otro lado,  a siete pasos, dejábamos lo que teníamos a mano para completar el arco.
Arrancó la carrera a toda velocidad y, como en aquellas tardes de infancia, al llegar a la pelota su pie se metió bien abajo, como buscando la raíz del pasto, frenando bruscamente el envión.
La cancha contuvo el aliento, los rostros se entumecieron. Los que gritaban, callaron; y Asenjo el carpintero, que había estado callado durante toda la contienda, gritó: - ¡La picó! ¡Este pendejo caradura la picó!
La pelota viajó mil años dibujando una parábola panzona en el aire, y la pelota de goma se durmió en la red, rozando el tronco irregular del árbol de granada.