26 de abril de 2016

Hay un mar en la plaza

La plaza suele ser un lugar mágico. Un lugar donde se puede jugar hasta caer exhausto. Un lugar donde Sofía y Tomás se sienten libres.
Corren del árbol al arenero, donde arman castillos impenetrables, capaces de defenderse de dragones. Corren del arenero a las hamacas, donde vuelan hasta flotar, lentos, en el centro del universo. Correr de las hamacas a la trepadora, subirla por todos los recovecos posibles para tocar antes que nadie la campana que tiene en lo alto y bajar por el caño de los bomberos; o por el tobogán de un avión que tuvo que aterrizar de emergencia; o por un tubo que es un gusano hambriento.
La plaza suele ser un lugar mágico que, después de un rato, da una sed tremenda.
Tomás corre hasta el pie del árbol y busca en su mochila amarilla. Mete la mano bien hasta el fondo, casi tiene que meter la oreja de tan al fondo que fue la mano. Revuelve. Intenta sacar algo y no puede. Vuelve a intentar otra vez y otra más. ¡Al final lo logra! Es un frasco un poco más largo de lo habitual. Lo bate fuerte varias veces, hasta que la espuma no deja que nada se mueva ahí adentro. Tomás quiere ver qué contiene ese frasco misterioso, así que se esfuerza por sacar la tapa que está dura… ¡durísima! Uno, dos, tres intentos hasta que Sofía se acerca, también intrigada, a ayudar a su hermanito. Hacen fuerza entre los dos y… ¡plaf! La tapa sale volando. Un chorro enorme de agua sale del frasco, tirando la tapa al piso. Tomás lo agarra bien fuerte con las dos manos, mientras un chorro gigante sigue saliendo del recipiente ¡Y no para! Es tan fuerte que sube como diez metros. No puede tenerlo quieto, sus manos se agitan tanto que hasta se sacuden sus cachetes.
Sofía sabe que el único modo de frenar el agua es poniendo la tapa en su lugar, y cerrarla bien fuerte.
Busca. Mira a su alrededor, hasta encontrarla, finalmente, ya flotando cerca del arenero.
- Tomás, voy a buscar la tapa. Esperame acá ¡y por nada del mundo sueltes ese frasco! – le dijo Sofía, antes de ir rumbo al arenero.
El agua subía muy rápido. Para cuando quiso dar el segundo paso notó que ya no hacía pie. Por suerte iba a natación desde chiquita y pudo seguir a nado hasta alcanzar la tapa, que flotaba ya cerca de la cerca que rodea la zona de juegos.
Tomás había trepado el árbol, con el frasco bajo el brazo, para no ser tapado por el agua. Hacía muy poco que había empezado a ir a la pileta con su hermana, y todavía no había aprendido a nadar.
Sofía nadó con todas sus fuerzas hasta el árbol, que ya casi no se veía. Con esfuerzo, entre los dos lograron tapar el frasco y el chorro de agua se detuvo. - ¡Uf! – dijeron a coro. - ¡Al fin!-
Pero el panorama de la plaza era preocupante. El agua había tapado casi todos los juegos. Sólo podían ver la campana de la trepadora y el caño que sostenía las hamacas. Había mamás flotando por toda la plaza ¡Y el agua no bajaba! Vieron pasar un cocodrilo verde, gigante, delante de ellos. Unos delfines saltaban cerca del corralito de los perros y una tortuga solitaria subía nadando el tobogán rojo y alto que estaba hundido al lado de las hamacas.
Sofía tomó coraje y se tiró de cabeza al agua. Nadó lo más rápido que pudo hasta el lugar donde estaba la fuente de agua. Cuando llegó, respiró muy hondo y se zambulló hasta el fondo. Sabía que la fuente tenía un tapón y necesitaba encontrarlo. Nadó con todas sus energías hasta que en el fondo, cubierta de hojas, dio con la cadenita que tenía al tapón. Tiró bien fuerte y el tapón salió.
El agua empujaba hacia el agujero y Sofía tuvo que agarrarse de la fuente primero y de la soga de una hamaca después, para no ser arrastrada por la corriente.
Usó la soga para subir hasta la superficie y, aferrada al caño de las hamacas, pudo ver el enorme embudo que chupaba el agua hasta el fondo de la fuente. Vio como un cocodrilo, un par de delfines y una tortuga daban vueltas hasta perderse en el agujero de abajo.
Cuando el agua se fue, la plaza quedó sucia y embarrada. La arena del arenero, con sus castillos, se había ido. Las madres empapadas, se agarraban la cabeza sin poder entender qué era lo que había sucedido.
Sofía y Tomás metieron el frasco en la mochila amarilla y volvieron hablando de esa tarde de aventura, hasta llegar a su casa.
Cuentan que por esos días, alguien vio nadando en el Río de la Plata a un cocodrilo junto a dos delfines y una tortuga solitaria…

20 de marzo de 2016

Los Aromos fue kermesse

Llegué antes que la noche y la plaza ya aguardaba, con todo dispuesto, para empezar a llenarse de gente. El hambre hizo que buscara hasta encontrarla, en un costado, a la cantina. Venía verde la cosa, el fuego alto indicaba que a las brasas le faltaban y después vi la parrilla que recién se quemaba.
Para olvidar un poco al estómago que andaba pedigüeño, salí a recorrer el festival en ciernes. Los juegos habían empezado y me encontré al piberío tirando los dardos, tratando de embocar corchos, aros y pelotas en conos, botellas, agujeros o arcos algo alejados. Vi adultos jugando con niños, vi una cantora que brindaba recitales infantiles personalizados.
La plaza ofrecía, generosa, el pasto. Ese que estaba un poco más largo que el de la plaza del centro. La plaza ofrecía la luminaria que, tras la llegada de la noche, se mostraba más gasolera que las luces de aquellas plazas paquetas de cordones de cemento y caminos embaldosados, aquellas de juegos sin desteñir y fuentes de aguas danzantes. La plaza ofrecía barrio.
En el escenario las pruebas de sonido. Y Los Aromos que de a poco, reposera en mano, se venía acercando. 
Un megáfono con voz circense anunciando que la cosa empezaba ahora por el lado del escenario. Bien podría haber sido el señor de las sandías, ese que en mi infancia las repartía en camioneta a los gritos de altoparlante por la calle.
La parrilla ya humeaba el aroma a la imposibilidad de olvidar el pedido desesperado de mi interior… pero el arte. Llegó el arte que alimenta el alma. Pasaron batucadas, rockeros, trovadores, un payador, los pibes del barrio que canturrean teatro en forma comunitaria. Porque la música es eso que pasa, pero se queda, así, acá, alojada. 
-¡Los choris! – gritó uno del otro lado de un tablón. - ¡Ya están los choris!- el domingo no podría venir en un formato mejorado.
Me senté en el pasto, con las zapatillas a un costado. Mientras comía lento bocado tras bocado, veía al piberío correr libre por todos lados. Los veía tirarse espuma y volver a correr para el otro lado. De fondo un circo y los copos de azúcar en alguna que otra mano. La Luna arriba bien llena y Júpiter al lado. La cantora seguía cantando a una niña en exclusivo canto.
Después el rock volvió al escenario y la barriada se hizo pogo. Las señoras desde sus reposeras aplaudían la lluvia de espuma que bañaba a los saltarines de adelante. En la cantina el de la caja se apresuraba a proteger lo recaudado porque la guerra entre mozos y parrillero pintaba de espuma al que asomaba.
Las risas se contagiaban del otro lado de la calle polvorienta. En las casas las puertas abiertas y se mateaba en la vereda aplaudiendo, de lejos, a la plaza hecha barrio.
Vi a un hombre que bailaba solo, pantalones tres cuartos y gorrito de piluso. Un hombre que bailaba solo, era feliz. No le importaba otra cosa que su felicidad, no le importaba que al otro día fuera un lunes lo que lo esperara. Un lunes de los suyos, de esos que se transcurren en una fábrica, o en una construcción, o en alguna que otra changa. No le importaba.
Ayer vi a un hombre en una kermesse.
Las crónicas dirán que la kermesse fue en Los Aromos, pero yo creo que Los Aromos fue kermesse.

8 de marzo de 2016

Resistencias

La decisión está, es mía. Es consciente. Apoyo el índice resuelto sobre la tecla que sobresale. Se requiere cierta presión, no mucha, certera.
Los electrones se amontonan, nerviosos, contra el bronce. Se apilan frente al abismo de la nada. Esperan al paso que mi decisión les lleve. Los electrones necesitan seguir, necesitan ese incuestionable viaje interpolar, necesitan seguir. Las tripas se los piden. Avanzar.
Finalmente mi índice decide que la tecla baje, que el puente sea puente y el río fluya. Al final la estampida, el atropello que va calentando el frío metal. Una estampida que cambia de ruta y pasa difícil, raspando, a los frotes, por el filamento delgado, espiralado.
Mareados ya antes de salir, se embroncan, reniegan, patalean. Ya antes de salir, la resistencia los calienta en fulgor blanco. Calor blanco que ilumina mi habitación, mi mesa, mi libro, mi poema.
Resisto.

3 de marzo de 2016

Melina sueñera

A Melina le encanta tirarse al pasto mirando el cielo y quedarse, así, quietita, un buen rato. A veces se la ve sentada en el comedor de su casa, mirando el techo con una sonrisa firme en la cara. También suele apoyarse en el colchón y mirar fijo el elástico de la cama de arriba.
Cuando la ven recostada sobre el césped del patio de su casa, a todos los vecinos que pasan por la vereda se les cruza la misma pregunta por la cabeza: ¿Qué hace Melina? O bien se preguntan esto otro: ¿Qué estará pensando Melina? Nadie sabe a ciencia cierta en qué cosas anda metida.
No es que la piba se la pase todo el santo día colgada de una palmera. No. También le gusta hacer otras cosas, como jugar con su papá y su mamá, mirar la tele, dibujar. También le gusta armar rompecabezas y jugar a la pelota. Disfruta mucho haciéndole mimos a su gatito, Fido; de hecho son bastante inseparables con Fido. Pero lo que más le gusta hacer es inventar historias, quedarse inmóvil para viajar… Le gusta tirarse en el piso, mirar algún punto quieto y viajar.
Así, Melina cada día sale a nadar por mares profundos; a trepar montañas lejanas; a correr carreras larguísimas; a aventurarse en cavernas profundas y oscuras, con la sola ayuda de una lamparita sobre el casco; a rescatar gatitos de los árboles más altos del planeta. Melina suele ir mucho al espacio, por eso sabe que las estrellas no son luciérnagas.

El otro día vino de visita una señora un poco vieja que casi ni conocía.
-¡Saludá a la tía! – repetía la madre que ella sí, evidentemente, estaba contenta.
-¡Hola hermosa! ¡Qué grande que estás! – Exclamó tía Alberta, que resultó ser la prima del padre de la madre de Melina – Decime, ¿Qué te gustaría ser de grande?
Melina la miró fijo con sus ojos redondos, enormes… ¡gigantes! Sueñera, dijo, de pronto. ¡Quiero ser sueñera! Y mientras los grandes se reían, ella salió caminando para el patio, con ganas de navegar en barco.
Se acostó al sol, que ya no era tan caliente como el del verano, con Fido apoyado sobre uno de sus brazos. Miró la nube más redonda que pasaba, lenta, lentísima. Tan lenta que después de un rato le sacó un bostezo laaaaargo…

Pedalea. Melina pedalea con todas sus fuerzas y esa bici que por instantes es roja, se torna rosa o amarillo, según el pestañeo del momento. El muelle largo de madera se mete bien adentro en el mar. Melina, que ató la bicicleta a uno de los postes, camina hasta la punta del muelle, donde espera sentada que el barco vuelva. Sentada con los pies en el primer peldaño de la escalera, Melina espera y espera…
Al rato de estar esperando, el barco finalmente llega. También es de madera, viejito y con tres enormes velas. La del medio es la más alta y cada una de sus telas luce una luna. Una roja, otra es amarilla y la tercera multicolor. Melina sube a cubierta y, después de saludar con dos besos al capitán, grita bien fuerte: ¡Leven anclas! ¡Suelten amarras! Le encantaba esa parte del viaje, que había aprendido en uno anterior.
Las velas infladas y el giro de timón mueven la nave a babor -o a estribor. Ella nunca se acuerda cuál es la izquierda y cuál la derecha en el idioma de los piratas, pero está convencida que en uno o dos viajes más podrá aprenderlo-, Melina corre a la proa -nombre que sí recuerda-, busca el aire del mar, ese que le deja el gustito a sal en la boca. 
Ella siempre dijo que en los barcos le gustaba volar y lo que en principio parecía un error de sus palabras, en este momento estaba cobrando el sentido acertado: Melina volaba entre el viento salado desde la proa de un velero pirata de madera.
Melina sabe que los grandes que cuentan historias de los siete mares son grandes que han viajado poco, que no son sueñeros. Melina lo sabe porque en cada uno de sus viajes recorre cientos de mares de distintos colores, profundidades, temperaturas y humores. Si, humores. Hay mares malhumorados, dice Melina, como el señor que vive en frente de su casa, que todo el tiempo está enojado, que cualquier vientito lo deja alborotado, como a algunos de los mares que alguna vez ha volado. A Melina le apenan los grandes que no son sueñeros, porque no pueden conocer esos mares que ella conoce como a la palma de su mano. 

Ese día Melina viajó por todos los mares que conocía. Visitó sirenas y acarició ballenas. Ese día casi encallan en un arrecife de coral y una gaviota le contó mil anécdotas. Al final de ese día, extenuada, decidió volver a su casa y pedirle a su padre una rica y grande merienda de leche chocolatada. Como al final de cada viaje, pestañeó un poco y sacudió la cabeza… pero nada. Debería resultar, si siempre resultaba. Intentó de nuevo. Esta vez mas fuerte el cabeceo y los pestañeos pronunciados… No. Sus pies seguían pisando el mismo barco. Pensó entonces que no se iba porque todavía no había saludado. Sabía por su prima que cada vez que alguien se retira, es de buen gusto despedirse y desear un buen descanso. Entonces eso hizo, dos besos, uno por cachete, al viejo capitán de parche en un ojo, pipa y pata de palo. Buscó a los tres marineros y los saludó con un fuerte abrazo. Melina, ahora sí, lista y dispuesta, cerró los ojos y pegó unos fuertes cabezazos. 
Algo mal andaba pasando. Ya no entendía por qué no podía volver. Desahuciada, bajó a la cocina que estaba pegada a los camarotes, y merendó lo que había. Mate cocido con galletas de otro día. Comió casi hasta explotar y así, con la panza redonda de cansancio, subió de nuevo a la cubierta. 

Triste y preocupada, Melina se recuesta a descansar. Mira fijo la luna roja de la vela del medio y piensa en la nube más redonda que pasa, lenta, lentísima. Tan lenta que le saca un bostezo laaaaargo…
El sol, que ya no está tan caliente como en el verano, le entibia la cara y Fido, recostado en uno de sus brazos, le lame una mano.

10 de febrero de 2016

¿Qué te hice?

Es verano. Voy tranquilo sobre mi bicicleta. Es de noche en mi ciudad que casi duerme. Amigos me esperan para brindar, no hay motivos para hacerlo, o sí; el brindis mismo es un motivo. Giro en la esquina de la Rioja hacia Edison. Un perro que duerme se despierta. Me mira y levanta las orejas. Qué te pasa perrito -pienso-. El perrito que es mucho perro, se para y camina. Yo dejo de mirarlo y acelero un poco. Giro para ver y el terrible animal también apura. -No ladra, el muy puto no ladra-. Empiezo a pedalear sin sentarme, las rodillas comienzan a hacer fuerza. Vuelvo la vista y el perro más cerca. ¡Qué te pasa perro! -ya grito desesperado-. Llego a San Martín y doblo sin frenos. Sigo hasta Irigoyen y el animal atrás, corriendo. La cara desenfrenada, los ojos bien grandes y la mandíbula apretada. Retomo Irigoyen sin percatar el semáforo. Avanzo ya empapado hasta Catamarca, donde doblo jugado. Ya está, el desgraciado se volvió -me digo-. Pero escucho zarpazos. El rasguñar de garras sobre un asfalto intratable. Giro la cabeza y veo al monstruo que dobla por Catamarca como derrapando, se resbala una pata y se afirma con la otra, todo sin quitarme la mirada. Yo, que agotado me había frenado, retomo desesperado el pedalear frenético. ¡Perro de mierda! -grito y avanzo-. Llego a Mendoza y poco es decir que exhausto. Agarro del bolsillo las llaves más que temblando y cuando paso Salta ya le busco el radio, la distancia justa, para ir enfilando. Que los vagos se caguen -pienso en los pibes que me esperan para ir brindando-. Subo la vereda y me largo rápido. Meto la llave. El perro corre más rápido. Abro la puerta. Me meto volando. Cierro la puerta y escucho el zarpazo. ¡Qué lo parió! –Como diría un hermano-. Asomo apenas por la ventana y un hocico enorme que casi me atrapa. Cierro rápido y me voy a la cama.
Saludé a mi abuela, que ya estaba acostada. Hoy duermo acá –le dije, aunque le oculté lo del guardia que todavía me esperaba-. Cuando desperté por la mañana el perro ya no estaba, pero había dejado una meada. Subí a la bici y volví, por otro camino, hasta mi casa. Todavía hoy no sé qué carajo te hice, ¡perro de morondanga!