24 de noviembre de 2012

La transferencia del año

Si, soy culpable. Pero que conste que todo lo que hice lo hice por un fin noble, que nunca busqué otra cosa que no sea el bien del club.
Con los muchachos de la subcomisión de fóbal veníamos hablando hacía tiempo del déficit que teníamos bajo los tres palos, de los terremotos que azotaban el área cada vez que nos llovía un centro o cada vez que el Tano Malfato, nuestro lateral derecho, veía que la salida por derecha no era posible y decidía recostarse en los pies de nuestro arquero, el Pulpo Seisdedos... ¡Pobre tipo! Había recalado en el arco, creo yo, por descarte, porque, lisa y llanamente, no sabía jugar al fóbal.
La cosa era que no bajaba un centro, le costaba volar a los palos y por más esfuerzo que hiciera no lograba llegar a tocar el travesaño. Eso sí, era un enamorado del club. Había vivido desde la cuna, a pocas cuadras del "Fóbal Clu Libertá". Así llamamos a nuestro club, porque a los gringos se les ocurrió ponerle al fóbal un montón de nombres rebuscados, que nos complican el laburo tribunero. Foot-ball es uno de ellos y, dejándonos llevar por la comodidad del argentinismo, mejoramos también la dicción de las restantes palabras: Football Club Libertad, el Lagunero.
Y así fue que pusimos la vista en un arquerito que prometía, un arquerito que todos los clubes mirábamos con buenos ojos. Gonzalo "Chalo" Cabrera.
Este pibe atajaba con todo su ser, no digo con el alma porque no es corpórea, pero ¡mamma mía! Era bicho como para achicar en el momento justo y a la velocidad adecuada. No tenía una estatura considerable, no, pero lo suplantaba con una fuerza de gambas que ni les cuento. Encima, el Chalo parecía de goma; se estiraba, contorsionaba y saltaba al mismo tiempo. Una pesadilla para los 9 rivales.
Tenía un vicio, eso sí. No podía agarrar la pelota así nomás y listo. Si la balón le llegaba al cuerpo, el tipo tenía que saltar de todas formas y caer desplomado a la tierra. Si el centro llegaba a la altura de su cabeza, de todas maneras volaba, atrapaba la pelota y caía dando giros en la tierra seca. Si un compañero se la pasaba, en lugar de agarrarla con la mano (porque por aquellos años todavía estaba permitido hacerlo), el tipo tenía que salir jugando y, de ser posible, intentaba gambetear algún que otro rival.
Me acuerdo que una tarde ellos jugaban contra San Agustín, una de las primeras fechas del campeonato, aunque la pica que había entre algunos de los jugadores hacía del encuentro un partido especial. Todos querían ganarlo. Tanto querían, que no se animaban a atacar para no perderlo. Una cosa de locos. El único que se salió del molde esa tarde fue el Chalo. Recibió un pase de Alfredito Hayes y él, en lugar de tomarla entre sus guantes, salió gambeteando al grito de "¡Esto es fóbal, carajo!¡Fóbal!". Le tiró un caño a Pardavilla y cuando se le venía encima el mendocino Tempestti, levantó la cabeza y mandó un pase de cuarenta metros hasta el pecho del "Indio" Vera, que estrelló el disparo contra el travesaño. El partido terminó 0 a 0, pero Cabrera se ganó nuestro deseo de contarlo en las filas del Football Club Libertad.
Cuando nos pusimos en campaña para vestirlo con nuestros colores, los del Lagunero, sabíamos del primer gran inconveniente que íbamos a tener que sortear: jugaba para la contra, el Club Atlético 9 de Julio. Año y medio llevaron las negociaciones en las que no faltaron las piñas. Año y medio en el que sentimos en carne propia porqué les dicen los "Tercos".
Cabrera, que era un purrete galán y mujeriego, quería ganarse una minita de familia Lagunera, por lo que había insistido vehemente para que lo dejaran jugar en Libertad. Tanto insistió que finalmente accedieron a ceder a su arquero, pero, para para cuando lo hicieron, nosotros ya nos habíamos gastado la guita que teníamos reservada para la transferencia.
Quiero pedirles disculpas, por este medio, a los muchachos de la subcomisión de bochas. Me dejé llevar por un impulso o, mejor dicho, por la necesidad imperiosa de un arquero, y agarré la guita que habían recaudado con un baile. Agarré la guita y no pudieron cambiar esas bochas a las que ya no les entraban una cachadura más.
No soportaba la idea de volver a pelear los puestos de abajo, ni que hablar de no vernos en la disputa del campeonato... una vez más.
Con los tipos de Atlético nos encontramos en Juventud Unida. Ellos traían el contrato. Yo unos Fulvence talle 40, negros con tres tiras blancas en ángulo. Negro y blanco, los colores que deben tener los botines.
Nos sentamos en la mesa del fondo, cerca del baño, con poca luz. Ellos firmaron la transferencia y yo les entregué a cambio los botines Fulvence talle 40, color negro y blanco que compré en lo del viejo Murillo con la guita que les saqué a los pibes de bochas.
Como tituló el diario al otro día, fue la transferencia del año. Ganamos el campeonato siguiente e hicimos una cena a todo trapo para festejarlo. Invitamos a toda la subcomisión de bochas, sin dejarles pagar un solo peso.

16 de noviembre de 2012

¡Tomá, hacelo!

El partido venía chivo. La cosa estaba 0 a 0, faltaban 5 minutos y, de no lograr el triunfo, nos quedábamos con un sub campeonato de sabor a poco.
Como nunca, esa noche había seguido en silencio los 85 minutos anteriores. Dicen que el frío helaba los huesos, pero para mí hacía un calor insoportable.
Las figuras de nuestro equipo eran dos: Carlos "El Negro" Benítez y Alberto Palombo, el Beto. Dos socios en el campo de juego, que se complementaban a la perfección. El primero era un 9 de área, un animal del gol que pivoteaba como ninguno. Creo que nunca en su vida había tirado una rabona, pero entendía eso de tocar de primera al lugar exacto, para después ir a buscar una devolución al espacio vacío. Era un 9 que conocía su pie. Sabía de sus curvaturas, músculos, huesos y hasta las imperfecciones que pudieran lograr distintos bailes en la pelota. Y un 9 que entiende a su pie, es un definidor. El Negro lo era.
El otro, El Beto, era un crack. Un diseñador. El Beto no jugaba al fútbol, hacía arte. Nunca lo vi hacer un lujo, todos sus firuletes fueron pensados con un fin específico. El Beto no daba pases, alcanzaba la pelota. El tipo era un adelantado. Cuando le alcanzaba la pelota a un compañero, lo hacía pensando en la posibilidad de los tres o cuatro pases posteriores. Un ajedrecista.
Esa noche, esa final, la cosa venía torcida. Como nunca en todo el campeonato, el Negro se había comido varios goles, algunos por pericia del arquero y otros, qué quieren que les diga, por cagazo propio. De movida habíamos notado que al Negro Benítez le estaba pesando la presión de la final y que también lo había notado el Beto Palombo. No le dejaba pasar una. Todo el partido había estado hablando, como haciendo terapia, con el pibe Benítez. Porque era un pibe, 19 tenía y había que educarlo. Y en esa tarea había estado, durante todo el partido, el veterano ajedrecista que teníamos de capitán. Porque el Beto tenía 36 pirulos, 18 como futbolista, con un sub campeonato en su haber. Nunca había probado las mieles de la victoria y sabía que ésta era su oportunidad, pero necesitaba del Negro.
La cosa venía fulera porque cada vez que el pibe erraba uno imposible, el Beto se acercaba para apalabrarlo. Daba la impresión que se olvidaba del juego para dedicarse a la terapia. Esta dinámica hacía que ambos desaparecieran del partido. Yo sentía que el campeonato se escapaba, todos en la tribuna lo sentíamos.
Transitaba esa desazón cuando vi la jugada. Cuando vi al Beto recibir la bocha en posición de 5, de espaldas al arco. En ese momento me saqué las manos de la cabeza y me paré. Lo vi girar sobre su eje y moverse para un lado y para otro, sacándose de encima las marcas del Pulpito Lagomarsino y de Samuel Bergstein. Lo vi avanzar unos metros y frenarse de golpe para que la barrida de Zamora siguiera de largo.
El estadio enmudeció de repente. Las gargantas se cerraron con un llanto que empezaba a nacer. Todo el estadio había visto ese hueco, el que ya habían generado ambos: el ajedrecista y el 9, que había iniciado una diagonal interminable, filtrándose entre los dos centrales.
-¡Tomá, hacelo!
El silencio era tal, que todo el estadio pudo escuchar la demanda del Beto, mientras le alcanzaba el balón hacia el vacío. Ese vacío provocado entre los defensas.
Tras que no tenía poco, al pibe Benítez se le sumaron otros mil kilos de peso. El reto final, en forma de exigencia, que había lanzado Palombo, su socio, su maestro, su amigo, le pesaba aún más que la final misma.
De repente su corrida se asemejó más a una gambeta de Garrincha que a un pique al vacío. Sus piernas se le doblaban como si hubieran perdido solidez. La pelota, que había sido tan amiga, se le enredó entre las piernas y ya entrando al área, el Negro se encontró con que no tenía el recorrido necesario como para darle la potencia justa.
En una entrevista, después, confesó que la vista se le había nublado, sin saber si eran nervios o el sudor que de pronto le chorreaba por la frente. Cagazo de cualquier manera.
Las palpitaciones le iban a mil. Su corazón parecía querer salir corriendo. Tan fuerte latía que creí escucharlo retumbar. Tiempo después reconocí que eran mis latidos los que escuchaba, aunque podría asegurar que que eran los de todos. Toda la cancha con la misma taquicardia, al mismo tiempo, incluyendo al Negro Benítez.
Corría el minuto 85 cuando el pibe empujó el balón abriendo lo suficiente ese pie de goma como para que hiciera una leve parábola, alejándose de Rojas, ese arquero que quedó de rodilla al suelo y la pierna izquierda estirada, estiradísma, pero derrotada.
El gol ingresó por el poste izquierdo de Rojas, y por la garganta de todos los que explotamos en un grito que se hizo llanto y afonía.
Todo el equipo salió corriendo para fundirse en una pirámide humana, todo el equipo llegó a los gritos y risas hasta el pibe Benítez. El pibe que no reía, que lloraba. No estaba feliz, estaba aliviado.
Años más tarde entendí que el ajedrecista había jugado la partida de su vida. Que nunca se había olvidado del juego, ni había desaparecido del partido. Desde el primer minuto había estado tejiendo la jugada del final.
  

4 de noviembre de 2012

Flor


Había una vez un gallo que se chupaba la pata.Un día se quedó dormido y se perdió de ir a pasear con su tía. Cuando se despertó fue a la plaza con sus papás. Ahí se encontró con su tía.
- ¡Me quedé dormido! -Le dijo-. ¿Por qué te fuiste sola a la plaza?
- ¡No pasa nada! -Le respondió la tía-. ¡Sólo fue un sueño!

Tirando paredes con Male.
Por Malena, mi magia.