Es verano. Voy
tranquilo sobre mi bicicleta. Es de noche en mi ciudad que casi duerme. Amigos
me esperan para brindar, no hay motivos para hacerlo, o sí; el brindis mismo es
un motivo. Giro en la esquina de la
Rioja hacia Edison. Un perro que duerme se despierta. Me mira
y levanta las orejas. Qué te pasa perrito -pienso-. El perrito que es mucho
perro, se para y camina. Yo dejo de mirarlo y acelero un poco. Giro para ver y
el terrible animal también apura. -No ladra, el muy puto no ladra-. Empiezo a
pedalear sin sentarme, las rodillas comienzan a hacer fuerza. Vuelvo la vista y
el perro más cerca. ¡Qué te pasa perro! -ya grito desesperado-. Llego a San
Martín y doblo sin frenos. Sigo hasta Irigoyen y el animal atrás, corriendo. La
cara desenfrenada, los ojos bien grandes y la mandíbula apretada. Retomo
Irigoyen sin percatar el semáforo. Avanzo ya empapado hasta Catamarca, donde
doblo jugado. Ya está, el desgraciado se volvió -me digo-. Pero escucho
zarpazos. El rasguñar de garras sobre un asfalto intratable. Giro la cabeza y
veo al monstruo que dobla por Catamarca como derrapando, se resbala una pata y
se afirma con la otra, todo sin quitarme la mirada. Yo, que agotado me había
frenado, retomo desesperado el pedalear frenético. ¡Perro de mierda! -grito y
avanzo-. Llego a Mendoza y poco es decir que exhausto. Agarro del bolsillo las
llaves más que temblando y cuando paso Salta ya le busco el radio, la distancia
justa, para ir enfilando. Que los vagos se caguen -pienso en los pibes que me
esperan para ir brindando-. Subo la vereda y me largo rápido. Meto la llave. El
perro corre más rápido. Abro la puerta. Me meto volando. Cierro la puerta y
escucho el zarpazo. ¡Qué lo parió! –Como diría un hermano-. Asomo apenas por la
ventana y un hocico enorme que casi me atrapa. Cierro rápido y me voy a la
cama.
Saludé a mi abuela, que ya estaba acostada. Hoy
duermo acá –le dije, aunque le oculté lo del guardia que todavía me esperaba-.
Cuando desperté por la mañana el perro ya no estaba, pero había dejado una
meada. Subí a la bici y volví, por otro camino, hasta mi casa. Todavía hoy no
sé qué carajo te hice, ¡perro de morondanga!