No pertenecíamos
a ese lugar, estar atravesando esta situación sólo era un caso fortuito. Para
mí, en cambio, ese traspié de la historia era una broma del destino, que por
diversión se manda estos juegos con los mortales. Vida aburrida la del destino
que todo lo sabe, lo único que le queda al pobre es jugar con nuestra
ignorancia.
Por uno de esos
entretenimientos del destino es que me encontraba sentado en el Monumental,
mientras enfrentábamos a Ferro, por el Nacional B. No sé si existen los ángeles
ni si alguno de ellos en algún momento se ha caído, pero juro que puedo
imaginar el golpe que habría sentido.
Recordé mi
infancia de rodillas embarradas y pelota de goma, de tardes eternas en el
baldío con sus arcos de cascotes. Recordé que los domingos llevábamos la radio
y mientras una voz relataba los partidos, nos convencía de que éramos
Francéscoli, Bochini o Maradona cada vez que tocábamos la pelota. No necesitábamos
llegar hasta la lejana Buenos Aires para conocer sus estadios. La imaginación dibujaba
los arcos inabarcables y las gradas trepando hasta las nubes. Veíamos las
gambetas más fantásticas que jamás se hayan practicado y los arqueros eran
personajes salidos de historietas, centinelas infranqueables que obligaban a
sus rivales a requerir ayuda extra terrenal para vencer sus vallas.
Iban 30 minutos
del segundo tiempo y seguía viendo cómo River empataba 0 a 0 en una carrera
desesperada por volver a la historia. Un 0 a 0 aburrido que le mojaba la oreja
a cada uno de los que estábamos en el estadio.
Entonces apoyé
mi oreja derecha en la radio de bolsillo, la de mi abuelo, la que encendía cada
noche al ir a dormir, una Spica con estuche de cuero marrón. Cerré los ojos y
el estadio se transformó. El césped devino pastizal, las personas cambiaron sus
ropas y el bullicio cambió de ritmo. Las gradas treparon, de pronto, hasta las
nubes y los arcos se volvieron enormes, imponentes. Lo único que seguía intacta
era la banda roja cruzando el pecho.
Los jugadores
despertaron sus superpoderes y se volvieron invencibles, burlando con cada
movimiento las leyes más elementales de la física. La tierra tembló elevando
una parte del terreno, que quedó inclinado 30 grados hacia el arco de Ferro.
Mientras las luces del estadio se encendían, cegadoras, la Spica detallaba los
nombres de los superhéroes que batallaban en el campo. Labruna, Francéscoli,
Alonso, Pedernera, Distéfano, Moreno, Ortega, Fillol, Funes, Carrizo, Más… los
nombres se sucedían entrando y saliendo de los pastizales, practicando las
jugadas más fantásticas jamás vistas.
Abrí los ojos cuando
el relator anunció el final del encuentro. Apagué la radio, y el estadio, que
había recuperado sus formas terrenales, festejaba un 3 a 0 que ordenaba el día
según la lógica.
Después alguien
intentó nombrar a los goleadores del encuentro, pero yo sabía que no había
nombres propios. Esa tarde la historia se había encargado ella sola de poner
las cosas en su lugar.