Matilde se topó con él. Lo vio
por ahí, tal vez de paso, quizás en un café. Puede ser que cruzando una ancha
avenida, mientras el hombrecito rojo del semáforo titilaba, puede que en el
apuro entre la entrada y salida de un comercio.
Le dije que hacía tiempo yo no lo
veía, aunque no puedo asegurarlo.
- Tanto espacio. Tanto tiempo.
Tanto que aún no sabemos, que todavía ni imaginamos. Tanta inmensidad
probablemente imposible de medir. Se vuelve muy improbable que solamente seamos
nosotros, en este granito de polvo estelar, flotando imperceptibles en un
océano interminable de tiempo y lugar, de polvos y luces, de vacíos y
oscuridades, de nadas y todos. No, no me la creo. Algo más tiene que haber.
Algún principio que prometa, algún final que de sentido, que explique – me dijo
un día, antes de comprobarlo.
La luz tenue que se apagaba, como
cuando suena el hasta mañana de un
padre que ya les leyó el cuento, que ya se va a su propia cama, que ya extingue
la jornada presionando la tecla junto a la puerta de la habitación de sus
hijas, cobijadas y adormecidas. La luz tenue de una vida que dejaba un cuerpo
para explicarse en otros rumbos. Para buscar el sentido en otras formas, en
otros tiempos. Un adiós que nunca calla para los que seguimos acá, sin
entender.
Matilde que nada entre aquello
que se olvida y esto que se recuerda. Matilde que transita. Matilde es vida que
conecta.
Hoy apoyé mi oreja sobre el
vientre tenso, rebosante. Hoy le susurré un buen día de padre que disfruta sus
volteretas, sus espasmos, sus patadas de
niña que crece. Hoy le susurré un suspiro y me devolvió un viento cálido.
Matilde me dijo que por ahí se lo
había cruzado. Que él, al pasar, le había guiñado un ojo cómplice, distendido y
alegre. Y que ella le regaló su chupete, lo único que en ese momento tenía a
mano.
Matilde, que ya me habla, me dijo que le dijo feliz cumpleaños al abuelo que anda por otros lados.